Sentada en el sillón, miraba hacia la enorme ventana que dejaba ver los pórticos y el cuidado jardín del hermoso patio interior. Con la mano izquierda jugueteaba con parte de su abundante melena azabache, creaba y deshacía continuamente pequeños tirabuzones, mientras, la derecha se extendía hasta fundirse con una mano arrugada, de fina piel, que amenazaba con desgarrarse en cualquier momento. Tras esa mano frágil, se escondía entre las sábanas el anciano, que derrotado por el cansancio, dormitaba intercalando quejidos y algún que otro sonido indescriptible. El sol que se filtraba por la ventana mostraba la gran cantidad de partículas de polvo que, suspendidas en el escaso aire, danzaban en todas direcciones. Contemplarlas tenía para ella un cierto efecto relajante, casi hipnótico.
La escena comenzó a tornarse borrosa, sus ojos, al principio apenas enturbiados, vidriosos, dieron rienda suelta a unas lágrimas cada vez más profusas que ya no disimulaban intentar retenerse en los párpados y caían cara abajo arrastrando el maquillaje que se había puesto al amanecer en un intento desesperado de ocultar los efectos de la noche pasada. Sin cuidarse en no despertar al anciano, apoyó la cabeza en los pies de la cama y se abandonó al llanto. Jamás había tenido aquel sentimiento de culpa que le ocupaba todo el pensamiento y la incitaba a salir corriendo, a huir, a dejarse llevar hacia no sabía dónde. Nunca, en el largo tiempo que duraba la enfermedad de su padre, le había gritado. Siempre había mantenido la paciencia, hasta aquella noche en que las alucinaciones le hicieron perder toda serenidad.
Sabía que él no recordaría nada de lo ocurrido, en los últimos meses, ni siquiera la recordaba como su hija. De hecho, no hizo mueca alguna de sorpresa por la reacción que tuvo. Sin embargo, a ella, el grito la perseguía desde el mismo momento que brotó de su garganta. En ningún momento le vino a la mente el tiempo que dedicaba al cuidado de su padre, no pensó en cómo había renunciado a su vida social -con seguridad no era capaz de recordar la última vez que fue a un restaurante a cenar, o al cine, o a dar un paseo-, el tiempo transcurrido desde la última vez que llevó a su hijo pequeño a la escuela, el deterioro de su vida sentimental: la relación con su marido casi se limitaba a un beso de buenas noches y a dejar paso al cansancio acumulado de todo el día. El grito la llenaba completamente.
No supo cuánto tiempo había pasado, ni siquiera si se había rendido al sueño, cuando la mano de la enfermera despejó de su cara parte del pelo para preguntarle si se encontraba bien. Levantó la cabeza, y tras mirarla a los ojos se puso de pie y se abrazó a ella como una niña pequeña que espera el calor y el perdón de una madre. Permanecieron así, abrazadas, en silencio, durante algunos minutos. Sintió cierto consuelo cuando la enfermera le dijo que su sentimiento de culpa no era más que el precio que debía pagar por su entrega, su amor y su cariño al cuidar un ser querido. Y allí quedó, abrazada y con el llanto desgarrado de la desesperación, mientras el anciano dormía ahora plácidamente, sin quejarse, sin respirar.
P.D: Sólo quiero mostrar mi admiración a todas esas heroínas que sacrifican su vida por el cuidado de sus seres queridos y que a veces tienen que cargar con el erróneo peso de la conciencia.
Sit tibi terra levis
Este artículo me parece un inicio fantástico para una gran novela, la que tiene pendientes este magnífico escritor
ResponderEliminarEstimado Manuel:
EliminarMuchísimas gracias por estas cálidas palabras. Espero que algún día pueda saldar esa cuenta pendiente.
Muchas gracias.