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En esta página puede leer todos los artículos publicados hasta la fecha en el DIARIO DE MORON

26 de noviembre de 2018

DERROTADOS



A nadie medianamente lúcido, por mucho que nos duela o que miremos hacia otro lado, se le escapa que los mediocres ya han vencido. Han ganado por goleada y no hay motivos para pensar que pueda haber remontada en el partido de vuelta. Alzarán el trofeo de los analfabetos y los interesados para llevar a esta España, una vez más, a tiempos oscuros.
Cierto es, que para este que suscribe, también hay algo de esperanza. Confío en lo cíclico de la historia y que pasado un tiempo prudencial, la luz de nuevo ilumine esta tierra. Hasta entonces sólo queda apretar el culo, rezar para no estar por aquí cuando la cosa se ponga fea y confiar en que nuestros hijos sean capaces de escapar de la mediocridad a territorios más favorables. No se trata de un hecho concreto o una determinada circunstancia lo que desencadena tan pesimista forma de pensar. Son muchos los detalles que suman y sólo con mirar alrededor ya entran ganas de echar la gasolina.

Habrá algún iluso que pueda pensar que llegará un momento en el que nuestros dirigentes tomarán cartas en el asunto y pondrán remedio a este despropósito para salvar el país. Pero no nos engañemos, a esos dirigentes los elegimos nosotros, no son muy distintos a nuestro vecino del quinto, al fontanero o a la dependienta del Zara. Sí, también hubo justos en Sodoma pero eran los menos. Ver nuestro Congreso de los Diputados, es para llegar a casa y abrir la llave del gas. Los Casado, Sánchez, Rivera, Iglesias, Rufián y los que los jalean se encargan día sí, y día también, de mostrarnos el nivel que gastamos. No digo ya  algunos concejales de cualquier pueblo de nuestra geografía, que cuando uno los escucha hablar demuestran que no han cogido un libro en su vida.   

Caso aparte merecen los cada vez más numerosos ciudadanos que se la cogen con papel de fumar. No existe mayor entretenimiento en este país que juzgar y sentenciar al vecino por considerar que atenta contra tal o cual religión, bandera, ideología o bacteria viviente. Pero lo peor no es que estos mediocres tengan ahora en las redes sociales el altavoz que nunca tuvieron (antiguamente, para no ser descubiertos, los imbéciles se guardaban mucho de hablar en tabernas y otros sitios públicos), lo grave es que ahora existen jueces que les dan cobertura poniendo ante la justicia a cantantes, cómicos o titiriteros por cualquier gilipollez llevada a los escenarios. 

¿Arreglo? Demasiado tarde, mejor dejar arder el bosque y que las cenizas sirvan de abono para el nacimiento de la nueva vida. Pero esos nuevos tiempos les tocará verlos a otros.

 Sit tibi terra levis.

20 de noviembre de 2018

OJOS CELESTES


Sus ojos tienen un celeste intenso, muy intenso. Su cara está llena de arrugas, los surcos de la piel podrían corresponder más bien a una anciana de noventa años que a ella, que estará por los cuarenta y tantos. Su cuerpo, al contrario que su rostro, tiene el peso de una niña. Es esa extrema delgadez lo que primero resalta de ella, sus tobillos y muñecas apenas se diferencian en grosor con sus muslos y brazos. 

La vida no la ha tratado bien, o quizás haya sido ella la que no trató bien a la vida, el resultado es el mismo. Pasa el día de un lado para otro, pidiendo dinero para una lata de cerveza, para tabaco o quizá para meterse algo más —esto último lo desconozco y maldita sea si me importa—. Suelo darle un euro con veinte para una caña, excepto cuando va muy pasada de alcohol porque saca su mal genio: se pone a gritar y a maldecir. Como decía, suele recorrer terrazas y bares buscándose la vida que ella ha encontrado. Lo suele hacer sobre todo por la noche, sin embargo, aquel día apareció por el bar mientras el personal tomaba el café matutino. Observé que tenía un buen día porque fueron varios clientes los que le dieron algunas monedas, pero como dice el cartel que preside numerosos lugares de trabajo: “¡Hoy es un día precioso! Seguro que viene alguien y lo jode”. 

En la esquina de la terraza estaban dos tipos habituales del local, uno de ellos tiene pinta de señorito andaluz, ya saben, pantalón más corto de lo habitual, dos o tres dedos por encima del zapato, con el cinturón a la altura del ombligo y chaqueta acolchada verde sin mangas. Cuando nuestra protagonista se acercó a ellos para cobrarles el particular “impuesto revolucionario”, el señorito le respondió de muy malos modos que lo dejara tranquilo. El tono utilizado fue lo de menos, lo peor fue la mirada de desprecio que le dirigió. Ella se volvió, balbuceó algo, imagino que se acordaría de los antepasados de aquel tipejo y se dispuso a cruzar la calle.  Una vez en la otra acera, ella se giró para contestarle algo al señorito que la había mirado y despreciado de esa manera. En un intento de reivindicar su pisoteada dignidad le gritó: “¿Sabes una cosa…?”

No terminó la frase, algo le llamó la atención. A pocos metros, una paloma enferma se movía con dificultad  en medio de la calle. Corrió para colocarse junto al animal, detuvo al coche que circulaba en dirección al ave, le ayudó con el pie a quitarse de la carretera y se olvidó de los imbéciles que abundan por el mundo.

Sit tibi terra levis.

11 de noviembre de 2018

DESPEDIDA


        Sabía que a la gente no le gustan las despedidas. Se enfadaba bastante y torcía el gesto cuando alguien lo expresaba en su presencia. Creía muy pusilánime catalogar todas las despedidas de la misma forma, sobre todo la despedida de la vida. No llegaba a comprender los motivos por los cuales las personas renunciaban a tan trascendente momento. Pensaba que tendría que ver con el egoísmo inherente al ser humano, una forma de evitar el sufrimiento de decir adiós a alguien querido. Sin embargo, para él, la despedida suponía la oportunidad de cerrar el ciclo de la vida, de decirle a los que le rodeaban que mereció la pena esta aventura.
Habían pasado varias  décadas y a pesar de ello mantenía en su pensamiento todos los detalles del encuentro. En ocasiones, se quedaba absorto durante varios minutos, con la mirada perdida y aislado del mundo. Era en estos momentos cuando la realidad se confundía con los recuerdos. Sentía el frío de aquella noche de otoño en la que no sabía sin temblaba más por la baja temperatura o por los nervios. Le flaqueaban las piernas y le costaba hablar. Podía percibir el olor a perfume que desprendía el cuello y el pelo alborotado de aquella mujer, notaba el tacto de su ropa, la suavidad de su cara al acariciarla tenuemente con los dedos. Recordaba la imagen de los dos abrazados en la calle solitaria, entregados a un largo beso, sentía el sabor de sus labios. Jamás imaginó que aquel beso lo perseguiría durante el resto de su vida. Cada día se preguntaba si ella estaría dispuesta a repetirlo. Este pensamiento no le causaba tortura, ni siquiera tristeza, más bien le proporcionaba esperanza y deseo.

No eran pocas las veces en que discrepaba con amigos y conocidos cuando surgía el tema de cómo le gustaría a cada uno recibir a la muerte. No sólo no deseaba morir fulminado de un ataque al corazón,  sino que tenía auténtico pavor a que esto ocurriera. En su pensamiento siempre estaba que tenía que despedirse, los seres queridos no merecen que sean abandonados sin un adiós. Por ello se consideró muy afortunado cuando, cerca de su final, tuvo la oportunidad de volver a estar con ella. Fue a visitarla, la encontró sentada en el jardín, junto a la fuente, donde todos los días la enfermera la ponía en su silla de ruedas. Mientras se acercaba, sintió el mismo temblor de piernas que aquella noche de otoño perdida en el tiempo.  Se sentó a su lado, las cuatros manos arrugadas quedaron entrelazadas por los dedos.Se miraron fijamente a los ojos hasta que consiguió hablarle: “tengo que decirte que he tenido una vida feliz, he disfrutado de una familia maravillosa, he estado rodeado de personas increíbles, pero nada hubiera sido igual sin ti, porque gran parte de la felicidad que me llevo está en el beso que nos dimos aquella fría noche de noviembre de mil novecientos y pico”

Sit tibi terra levis.

30 de octubre de 2018

PATRIOTEROS



Me había levantado aquella mañana con ánimos renovados. Me había propuesto enmendarme y para ello haría todo lo que estuviera en mi mano. Lo primero que hice fue tomar el desayuno frente al televisor, viendo los programas especiales de tan señalado día. Una vez lleno el estómago, me afané en buscar en los cajones el elemento central de lo que sería mi nueva vida. Tras muchos minutos revolviéndolo todo, acabé por rendirme. Mal empezaba si no podía seguir el consejo de algunos de nuestros idolatrados dirigentes: no tenía ninguna bandera para colocar en el balcón en el día de la Hispanidad. 
En mi descargo diré que estuve tentado de fabricarme alguna con retales o de colocar una camisola de la selección española de fútbol. Pero deseché la idea ante el temor de que alguien pensara que aquello no era digno para tan magnánima fecha y si algo me había propuesto era ser un patriotero como Dios manda. Así que tras anotar en mi agenda “comprar bandera grande para el balcón” me dispuse a ver el desfile militar. Decidí que lo haría de pie, frente a la pantalla del televisor y vitoreando varios “vivas al Rey” al mismo tiempo que los militares cuando pasaban delante del monarca. Pensé que al día siguiente sería un ciudadano nuevo, reconvertido, que caminaría con la cabeza alta y deseoso de dar la vida por mi país -aunque tampoco había que llegar a esos extremos-. Sería un patriotero de los de verdad.
Ha pasado poco más de una semana y he desistido de mi intento de conversión. A poco que mire lo que ocurre en este país, se me pasan las ganas. Observar cómo somos uno de los países con mayor número de personas en riesgo de pobreza y algunos partidos políticos se echan las manos a la cabeza porque el sueldo mínimo interprofesional suba hasta los novecientos euros, me parece más que suficiente para no sentirse orgulloso. Por si esto fuera poco, le añadimos que el Tribunal Constitucional condena a los bancos a pagar los impuestos derivados de las hipotecas, para veinticuatro horas más tarde decir que se lo tienen que pensar, que vaya ser que los bancos se nos enfaden —la medida da un tufo a podrido que asusta—.
Así que no quiero ser patriotero, prefiero seguir siendo patriota. Prefiero a la gente de esta tierra que pagan los impuestos, que no pretenden un cargo público para meter la mano en la caja, a los profesionales que se esfuerzan en superarse cada día, a los empresarios a los que no les ciega la avaricia y pagan sueldos justos, a los Nadales que suponen un ejemplo de esfuerzo para las nuevas generaciones, a los estudiantes a los que no les regalan los títulos y se tienen que marchar a otros países para sobrevivir. En definitiva, me siento orgulloso de todos los que no necesitan banderas en los balcones para ser patriotas, pero patriotas de los de verdad. 
Sit tibi terra levis.

14 de octubre de 2018

HERIDAS



La eterna excusa que dan los que defienden la dictadura de Franco en cuanto escuchan hablar de resarcir a los represaliados, es que no es momento de reabrir heridas. Imagino que lo mismo que utilizan este pretexto podrían aducir otro al azar, cualquier cosa vale para justificar lo que no tiene justificación. Pero recurrir al asunto de abrir las heridas demuestra un desconocimiento importante de la historia, una ignorancia absoluta de la fisiología del cuerpo humano, o las dos cosas.
La historia demuestra que en cualquier país donde sus ciudadanos, y en consecuencia sus dirigentes, posean un mínimo de lucidez, asuntos como una dictadura, se resuelven como es debido. Por poner algún ejemplo, a nadie se le ocurriría en Alemania o Italia tener unas fundaciones que hagan apología de esos periodos oscuros y rancios de su historia, no digo ya  poseer un mausoleo como homenaje a sus dictadores. Pero nuestra España es diferente.
En cuanto a lo de reabrir las heridas, ya he dicho en más de una ocasión que nada mejor que dejar salir la pus que encierra una herida cerrada en falso. Nuestra democracia, o lo que esto sea, tiene esa asignatura pendiente, no debiéramos permitirnos tener a un solo español enterrado en una cuneta. Y quiero resaltar, no es cuestión de ideología, se trata de un gesto de humanidad.
Ahora que todo hace indicar que los restos del dictador se sacarán de su actual tumba, debería la Iglesia aprovechar la oportunidad para reparar el daño que hizo al ir de la mano del hombrecillo de voz aflautada. Para ello nada mejor que evitar que los restos del tirano acaben en una de sus catedrales. Alguien pensará que este asunto queda fuera del alcance de nuestra Santa Madre Iglesia, pero como he sido educado en colegio de curas, bien aprendí que a veces las cosas si no se hacen por las buenas, habrá que hacerlas por las malas. No piensen que propongo algún gesto violento o algo por el estilo. Creo que la solución es más fácil, tan sencillo como sugerirle a nuestra querida y amada multinacional de la fe el cobro del IBI de sus propiedades, tal y como nos lo cobran a todo el rebaño, ya sea descarriado o no. Porque convendrán conmigo, en que tiene mala espina que a uno lo esquilen cuando lo que está acostumbrado es a vérselo hacer a los demás. 
Podrá pensar el avispado lector que esta medida se entendería como un chantaje. Pero tampoco seamos tiquismiquis, se trata de un pequeño empujoncito para ayudar a tomar las decisiones adecuadas. O mejor aún, evitar que los restos del tirano sean depositados en una catedral sería un buen cicatrizante para la herida por la cual todavía sangra este bendito país.

Sit tibi terra levis.

9 de octubre de 2018

CAGADA



Nada reconforta más que volver a casa tras una ausencia más o menos prolongada y observar que todo está en su sitio y nada se ha alterado, como si el tiempo se hubiera detenido. Pues así me he sentido tras el periodo vacacional, cuánta tranquilidad en el espíritu al ver que este país -o lo que sea esto- no sufre cambio alguno: unos ablandabrevas se dedican a poner lazos amarillos, otros ablandahigos se dedican a quitarlos, que si un máster por aquí, que si una tesis por allá, y así hasta el etcétera. No ha cambiado ni esa parte de España que representa la porción más oscura y rancia de nuestra sociedad. A estas alturas de siglo, una blasfemia puede condenar a un ciudadano en este país. Ya hablé en otra columna sobre el asunto, pero ingenuo de mí, siempre creí que se impondría la cordura y el juez decidiría dar carpetazo al asunto.
Hasta hace relativamente poco, Wily Toledo era visto como un personaje excéntrico, incluso algunos lo tachaban de no estar bien de la cabeza. Hoy, gracias a la denuncia de los abogados cristianos, si el actor es condenado pasará a ser un mártir o incluso un héroe. Pienso que ir cagándose por ahí nunca debiera considerarse un problema que han de resolver los jueces, lo lógico es catalogarlo como un asunto intestinal, siendo por tanto competencia de los especialistas en el aparato digestivo. Además, el asunto creará un galimatías a poco que nos paremos a pensar el meollo del asunto. Me explico.
Nuestro código penal tiene las herramientas para sancionar en caso de que alguien saque el trasero por la ventana y se cisque, por ejemplo, sobre el repartidor del butano -por muchas cuentas que tenga que ajustar con él-. El problema se plantea cuando una oveja descarriada como Wily Toledo decide soltar sus deyecciones sobre alguien en quien no cree. No se puede ofender a quien no existe y en consecuencia, la blasfemia cuando es dirigida a los dioses, sólo la puede cometer el que crea en ellos.
Por otro lado, esta asociación de abogados cristianos debería dedicarse a denunciar otras actitudes que hacen más daño al cristianismo. Porque como denuncien a todo fulano que se caga en Dios, acabarán por saturar los ya de por sí saturados juzgados ¿Cuántos Manolos acabarían delante del juez tras pegarse un martillazo en el tajo? ¿Cuántos Menganos acabarían detenidos ante el fallo de un delantero centro en boca de gol? Mejor favor le harían al cristianismo si se personasen como acusación en todos y cada uno de los casos de pederastia que conozcan. Supongo que Dios se alegraría que en la Tierra un grupo de fieles se dedique a arrancar las malas hierbas, es decir, a los que utilizan su nombre y la sotana para abusar de los indefensos, de los débiles, de los menores. Sería una buena forma de utilizar la justicia humana y dejar la divina a quien corresponde.
Sit tibi terra levis.

24 de julio de 2018

EL ABUELO


        Damián Giraberte siempre pensó que la vida no era justa. Reconocía que pertenecer al bando de los afortunados era motivo más que suficiente para estar feliz. No lo decía porque dispusiera de cierto bienestar económico o porque disfrutara de un considerable reconocimiento social gracias a su bufete de abogados, circunstancias estas que siempre consideró como provisionales, ya saben, un día estás arriba en los cielos y al siguiente estás abajo en las ciénagas. Se consideraba un agraciado porque pasó toda su infancia y gran parte de su juventud junto a su abuelo. Por ello siempre comentaba a amigos y conocidos “no sabes lo que te pierdes” cuando sabía que alguno no tuvo la misma suerte que él.
El abuelo de Damián le habló de la guerra que vio cuando era niño, le enseñó a manejar la navaja para fabricar figuras de madera, lo llevaba a una fuente que había a las afueras del pueblo para tomar el agua más fresca y pura de toda la comarca. Cuando lo sentaba junto a él y lo ponía a leer, le repetía una y otra vez: “Damián, si sabes leer nadie te podrá engañar”. Pero lo que más le gustaba a Damián era que al final de cada encuentro, su abuelo le decía que quizá el próximo día tocaría la “chiricorna” para él y que si le gustaba le enseñaría a utilizarla, tras lo cual emitía una sonora carcajada. Tardó bastante tiempo en descubrir que dicho instrumento musical no existía, pero disfrutaba tanto viendo a su abuelo emplazándolo a un futuro inmediato para disfrutar del particular concierto, que nunca le reconoció que sabía de la inexistencia de la “chiricorna”. 
Fue un día de verano, ambos estaban sentados en la orilla poniendo los pies en remojo en uno de los pocos riachuelos de la zona que quedaba con agua. Damián le preguntó a su abuelo si había algo que le hubiera gustado hacer en la vida y que no hizo. Le contestó que desde que vio en la televisión a Neil Armstrong pisando la luna, le hubiera gustado ir al espacio. El nieto vio su oportunidad y dijo: “abuelo, si tú me enseñas a tocar la chiricorna, yo te llevo al espacio” y ambos rieron un buen rato sin parar.
Aquel 20 de julio, Damián estaba especialmente nervioso. La familia le había encomendado qué hacer con las cenizas del abuelo. Unos preferían que las depositaran en las raíces de un árbol, otros preferían esparcirlas en el campo, pero la última palabra la tendría Damián. Colocó con cuidado en el maletero del coche todos los materiales necesarios y puso la urna con las cenizas bien protegidas. Una vez llegado al riachuelo por donde solían pasear, se dedicó a depositar una pequeña cantidad de las cenizas del abuelo en el interior de los globos, les puso la cantidad de helio necesaria y los ató todos juntos. Respiró profundamente y los soltó para ver cómo se perdían en el cielo. Desde entonces  cuando a veces escucha alguna música que no reconoce piensa quizá sea el abuelo tocando la chiricorna. 
Sit tibi terra levis.
P.D: ¡Me voy de vacaciones!