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7 de marzo de 2018

UNA CHICA CON CLASE


       Cuando se echa de menos a alguien, el dolor, la tristeza y el vacío se notan en el estómago. Es lo que la gente llama, buscando un término poético, dolor de corazón o corazón roto. Cuando consultaba la agenda del teléfono, y en ocasiones, aparecía el nombre de ella, una punzada le laceraba el estómago. No podía dar una explicación lógica de por qué conservaba aquel contacto, hacía ya muchos meses que ella se había ido. Quizá en el subconsciente creía que era la forma de mantener la falsa esperanza de su vuelta.
Sabía que su forma de proceder era irracional, pero ¿Acaso no lo son la mayoría de las acciones del ser humano? No pocas veces,  había pasado del dolor al rencor y del rencor a las lágrimas, y no siempre en este orden. Buscó motivos, razones o hechos que la llevaron a marcharse y cuando no encontraba explicación, concluía que las cosas pasan y no podemos evitarlas. En más de una ocasión se propuso ponerse manos a la obra para eliminar el contacto, pero sentía que era una forma de olvidarla, un modo de traicionarla, por lo que acababa por mantenerlo ahí, provocándole el dolor, la tristeza y el vacío en el estómago.
Aquella mañana, mientras paseaba por la soleada avenida, al recibir un mensaje, miró el móvil. Pulsó por equivocación la lista de contactos y allí apareció el de ella. Esta vez no notó nada desagradable en su estómago, sintió serenidad y sosiego. Comprendió que había pasado el tiempo suficiente: tenemos nuevos meses para venir a la vida, debemos darnos al menos otros nueve para despedirnos de ella, aunque a él le había costado bastantes más. Decidió cerrar el capítulo abierto aquella maldita tarde en la que ella se marchó. Llevó un ramillete de flores, nada ostentoso, estuvo un tiempo —quizá pasara allí de pie junto a su lápida más de una hora— y las colocó sobre el mármol blanco. 
Dejó a su espalda el camposanto, con su silencio y con su paz. Caminó entre los abetos y se sintió afortunado por tener unas amigas llenas de lucidez. Ella ya no estaba, pero perteneció a ese grupo de amigas. Desbloqueó el móvil y susurró las cuatro palabras que dejó escritas en su último mensaje, quedando el sabor agridulce que dejan algunas palabras en las despedidas. Esbozó una media sonrisa y al fin comprendió que hasta para abandonar este mundo había que tener mucha clase. Pulsó eliminar y la dejó para siempre en su memoria, recordándola sin rencores por su decisión, sin buscar motivos, con la convicción de saberse afortunado por haberla conocido.
Sit tibi terra levis.

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