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5 de noviembre de 2017

LA ESPÍA


Conchita Kanashevich es de esas mujeres que atraen las miradas. Tiene lo que la gente suele llamar “belleza natural”. Es bastante alta y sus habituales tacones hacen que parezca que pueda tocar las nubes con las manos. Su pelo rubio, casi blanco, y sus ojos claros acompañan a su apellido para ratificar su procedencia de un país del este. Llegó a nuestro territorio poco tiempo después de que su padre muriera de forma inesperada mientras cultivaba la fría tierra letona. Pensó que podría tener suerte como modelo en la glamurosa ciudad de París y así ayudar a salir a adelante a su madre y a sus dos hermanas pequeñas. Sin embargo, el supuesto agente que la llevaría a las portadas de las más conocidas revistas de moda, tras arrebatarle los pocos ahorros con los que salió de casa, acabó por enviarla a trabajar en las plantaciones de fresas del sur de nuestro país. Fue aquí donde fue rebautizada con el nombre de Conchita y donde conoció a su actual marido.

Conchita Kanashevich se casó al poco tiempo de conocerlo. No fue el noviazgo ni la boda que soñó cuando era adolescente, pero pensó que al fin su vida daba el cambio de rumbo necesario para ser feliz. Su marido siempre le prometió que viajarían a visitar a su familia en cuanto el trabajo se lo permitiera. Han pasado ya tres años, pero Conchita todavía no ha podido cumplir su deseo más inmediato de poder abrazar a su familia.

Conchita se encontraba sentada, con la cabeza baja, mirando el suelo. Sus cabellos actuaban como cortina de su cara, estaba en silencio y parecía no tener ganas de hablar con nadie, tampoco con los policías que la custodiaban. Emitió un leve quejido al colocarle el cabestrillo en su brazo izquierdo y apretó a los dientes al notar la gasa que recorría su maltrecho ojo derecho. Con ese apellido, quizá fuera una peligrosa espía que había sido atrapada y acusada por actuar como agente doble. Es lo que suele pasar en las películas, pero no era el caso.

Al finalizar, la única palabra que pronunció fue un “gracias”.  Fue entonces cuando cara a cara y ante su rostro magullado no pude evitar el profundo asco que a veces se puede sentir siendo hombre.


Sit tibi terra levis.

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