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25 de julio de 2017

PEQUEÑAS COSAS

He dicho en más de una ocasión que llegados al final nadie suele acordarse de sus caudales, ni de sus posesiones, ni de sus equipos de fútbol. Lo material desaparece de la escasa vida restante, algo lógico sabiendo que nada de esto puede acompañarnos en el momento más trascendental del ser humano. Son otras circunstancias las que adquieren verdadera importancia: desde volver a ver a un amor imposible, hasta abrazar al hijo del que se ha renegado durante largos años. Y después están todo un rosario de pequeñas cosas que quizá no nos paramos a disfrutarlas como debiéramos a lo largo de la vida: un amanecer, una sonrisa o un leve roce de manos. Para los profesionales que tenemos la suerte de estar presente acompañando en este final, son estas pequeñas cosas las que sobrecogen, las que quedan marcadas, las que emocionan y las que quedan en el recuerdo.
Podía ser Auschwitz, pero no lo era. Lo primero que se le vendría a la cabeza a cualquiera que entrara en la habitación era que se encontraba ante una imagen de la Segunda Guerra Mundial. No por el aspecto que tenían las cuatro paredes, más bien por quién ocupaba la habitación. Por mucho que la escena sea la misma, aunque con actores distintos, es imposible acostumbrarse. En las facultades explican la anatomía con detalle, pero la realidad nos enseña cómo la vida es capaz de saltarse los límites de la ciencia: en el camino de la enfermedad han ido desapareciendo las capas intermedias para dejar la piel asentada directamente sobre los huesos. Los ojos hundidos y los pómulos marcados hasta querer romper la piel, hacían que pareciera Auschwitz, pero no lo era.
La enfermedad se había centrado en arrebatarle todo lo que no fuera piel y huesos, pero había decidido mantenerle la lucidez. Siempre estaba solo, no tenía visitas y exhibía su malhumor de forma habitual. En este mundo de etiquetas, seguro que más de uno pensó que su soledad era directamente proporcional a su mal genio y los menos, que era al revés,  su malhumor era debido a estar solo. En no pocas ocasiones, hablar con él suponía realizar un ejercicio extenuante de paciencia, pero a veces te regalaba cinco minutos de intensa, culta, y lúcida conversación. 
Un cigarro, es lo que echo de menos para pensar en algunas cosas —comentó. Tras colocarlo en una silla de ruedas, recorrimos diversas estancias hospitalarias para encontrar el lugar adecuado. Por fin, en un recóndito pasillo, junto a una ventana que deja ver una panorámica de la ciudad, encendió el pitillo, dio una profunda calada, echó la cabeza hacia atras, cerró los ojos y dijo “bocatto di cardinale”. De vuelta a la habitación me preguntó si al día siguiente podría repetir. 
No hubo tiempo para más cigarrillos junto a la ventana, pero me ofreció aquel  momento, y ahora, cuando veo a alguien dando una buena calada a un cigarro, no puedo evitar murmurar "bocatto di cardinale", y esbozo una sonrisa. Pequeñas cosas que regalan los moribundos a los que estamos alrededor de ellos.

Sit tibi terra levis.

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