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11 de junio de 2017

HÉROES

       A veces, cada vez de forma más regular, la realidad de este país —o lo que quiera que sea— lleva a las personas que poseen un mínimo de lucidez a pensar que no hay solución, que lo suyo sería arrasarlo todo desde Finisterre a Trafalgar y comenzar de nuevo, o aún mejor, dejarlo todo en tierra calma.


Esta semana era de esas en las que podíamos echar los espumarajos  con facilidad. Ver al hijo de Jordi Pujol comparando a su padre con el Dalai Lama, o cómo José Mª Aznar hablaba del terrorismo para rematar felicitando al Real Madrid, es para hundirse en la más profunda de las depresiones. Este es el nivel de mediocridad en el que nos manejamos.

Vivimos en un mundo ególatra, donde cada uno va a lo suyo y si tenemos que pisar al prójimo o a su santa madre para sacar beneficio, pues lo hacemos y santas pascuas. Sin embargo, el atentado de Londres, uno más de los que se producen a diario por medio mundo, ha hecho que surjan algunas esperanzas en todo este despropósito. El asesinato del  español Ignacio Echeverría en este atentados nos ha mostrado un acto y una forma de proceder a la que no estamos muy acostumbrados. Dar la vida por alguien a cambio de nada no es algo que veamos todos los días.

Para muchos el acto del joven español estará encuadrado en la heroicidad (genial la viñeta de Malagón con la que ilustro esta columna), para otros no se trata más que de una temeridad que acabó en tragedia.  Lo que es indudable es que su acto, honroso frente a la vileza humana, hace albergar esperanzas en esta sociedad desprovista de tan importantes virtudes como son la nobleza y la lealtad.

Ignacio Echeverría nos ha mostrado que quizá no todo esté perdido, que a veces los valientes tienen que morir para que los cobardes podamos seguir viviendo con nuestras miserias.


Sit tibi terra levis.

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