Corren malos tiempos para el romanticismo. Tan malos, que no sería extraño, que de aquí a poco tiempo, en nuestra sociedad acabemos persiguiendo a los románticos. ¿Exagerado? Para nada. A nadie hace unos años se le hubiera pasado por la cabeza que encerraran a unos titiriteros o que alguien fuera condenado por hacer chistes. Así que el caso del chico que hace unos días puso unos carteles en las farolas para buscar a una chica que vio en el tranvía mientras volvía a casa hace pensar que, en definitiva, lo que estamos buscando con desesperación es que nos llegue un buen apocalipsis zombi que nos mande al carajo de una vez.
Con independencia de que el chaval haya tenido mayor o menor gusto en la idea y en la forma de llevarla a cabo, no han sido pocos los medios y los foros en las redes sociales —en la antigüedad se apedreaba al personal en público y ahora se le lanzan tuits— en los que le han dedicado todo un arsenal de improperios y acusaciones por su intención de conocer a la chica del tranvía. Hasta cierto punto, ha sido divertido pasear por la redes observando los argumentos del personal. Muchos defendían, con rotundidad y sin más explicaciones, que eso que había hecho era acoso y como tal debe evitarse y denunciarse: ¿Quién se habría creído ese individuo para dirigirse a una desconocida? Quizá hubiera sido mejor que el tipo le hubiera dado a la tipa un cuestionario donde le preguntara si podía mirarla, si podía preguntarle si estudia o trabaja, si podía pedirle fuego, o si se sentiría acosada si comentaba algo del clima como forma de intentar entablar conversación.
Recordemos que en el cartel no aparece el nombre, ni imagen alguna de la chica, solo una descripción muy general que puede coincidir con la mitad de la población que utiliza la ahora conocida línea de tranvía. Esta circunstancia puede hacernos pensar que todas esas mujeres se deben sentir acosadas y deberían actuar en consecuencia. Sin embargo, nadie se siente acosado cuando utilizan sus datos personales para recibir llamadas telefónicas ofertándonos cómodos colchones de viscoelástica o un aumento espectacular de prestaciones de nuestro móvil con quién sabe qué oscuro fin.
De esta noticia también se sacan aspectos positivos. Uno de ellos es que por fortuna los imbéciles no leen. Así, nunca tendrán la tentación de organizar una quema de libros en la plaza del pueblo. Seguro que culparían de acosadores a todos los clásicos, desde el mismísimo Quevedo, pasando por Lope y sobre todo del personaje más acosador del mundo mundial: no quedaría un libro del Quijote vivo en esta vergüenza de país.
Como uno es una carroza, seguiré defendiendo que regalar una rosa, leer una rima de Bécquer o ceder el paso a una dama no puede considerarse como acoso. Todo es tan sencillo como tratar a la mujer con educación y respeto, condiciones imprescindibles de cualquier romántico.
El romanticismo ha muerto ¡Viva el romanticismo!
Sit tibi terra levis.
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