La señora rondaba los setenta, su rostro carecía de las arrugas propias de la edad, por lo que aparentaba menos calendario del que en realidad tenía. Tuvo que ser una mujer hermosa, muy hermosa, a la cual le acompañaba un timbre de voz con un leve toque ronco —este detalle siempre me ha resultado agradable en una mujer—. Su piel era suave, con un intenso y agradable olor a crema hidratante. En el último mes había perdido bastante peso y sus fuerzas habían menguado notablemente.
Comencé a hablar con ella, vivía sola y por lo tanto estos últimos días habían sido un infierno. Dormía en el sofá ante la imposibilidad de subir la escalera hasta el dormitorio con cierta seguridad. Tampoco comía lo necesario, había perdido el apetito y antes que malgastar energías haciendo alguna comida que acabaría en la basura, prefería guardar sus pocas fuerzas para asearse. Si algo no soportaba, era que pudiera desprender el más mínimo olor a sudor u orina. Supo que la situación se complicaba aún más cuando al habitual dolor de estómago le acompañó aquel vómito. Me decía, mientras continuaba cogiéndome la mano, que estaba esperando que le hicieran unas pruebas, pero la cita la tenía para dentro de dos meses, a lo que añadió que quizá ya no haría falta.
Me contó cosas de la familia que una vez tuvo, pero la conversación se vio interrumpida por un nuevo vómito, esta vez, lo que salía era mucha sangre. El olor de la sangre ocupaba toda la sala del hospital -no hay otro olor que se parezca al olor de la sangre-. Todo el personal sanitario acudió para atenderla. Tenía los ojos más abiertos que nunca por lo que traté de tranquilizarla. Pasado un tiempo y algo más recuperada, el médico le explicó que la trasladaría a otro centro sanitario que dispusiera de los medios necesarios para tratar sus dolencias.
La acompañaba en la camilla hacia la ambulancia. Entre el habitual murmullo de la sala de espera, resaltaba la voz de una joven que reclamaba no sé cuantos derechos y ninguna obligación. A pie de la ambulancia, la señora me dio las gracias por todo, hablamos unos segundos más hasta que agotamos las palabras y entonces nos despedimos de verdad: con aquel silencio y las miradas mantenidas nos dimos un adiós, un adiós que ambos sabíamos que era para siempre.
De vuelta, la chica continuaba relatando con voz alta mientras rellenaba la hoja de reclamaciones. Me quedé observándola para intentar saber que le ocurría, pero ella no fue capaz de mantenerme un segundo la mirada y siguió con su estúpida queja del dolor causado por una aguja, con su estúpida búsqueda de aliados en su alrededor, con su estúpido tono y con su estúpida gramática. Frente a la estupidez sin límites que nos rodea, me fui a esperar la llegada de la lucidez, la lucidez que acompaña a los moribundos.
Sit tibi terra levis.
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