Ciento veintidós. No es ni el número del cupón en el que tengo depositadas algunas esperanzas, ni tampoco sé si se corresponde con el número de procesados por la Gurtel. La caprichosa cifra aparece en estos días en la revista científica Nature. Se corresponde con el número de años, que un estudio en cuestión, ha puesto como límite de la vida humana. En consecuencia, supongo que para mucho ególatra, la noticia es un jarro de agua fría: se acabó la idea de perpetuarse en el tiempo y hacerse inmortal.
Según parece, a pesar de todos los avances médicos, la señora de la guadaña permanece paciente, aguardándonos a la vuelta de la esquina. Por mucho que nos duela, el ser humano es finito ¿Acaso no es suficiente llegar a esa cifra? Algún descerebrado pensará que cuanto más, mejor. Pero deberíamos preguntarnos por el cómo y no por el cuánto.
¿De verdad queremos vivir más años? En nuestra sociedad actual denostamos todo lo relacionado con lo viejo, incluidas las personas. Nadie se lleva las manos a la cabeza por el trato que dispensamos a nuestros mayores. Muy lejos quedan los tiempos en los que a nuestros viejos se les respetaba y se les pedía consejo como fuente de sabiduría y experiencia. Ahora, son los jóvenes los que parecen saberlo todo, digo bien, sólo parecen, y es más que posible que los futuros sufridores de la LOMCE ya ni siquiera lo parezcan.
Un telediario o una visita a un servicio de urgencias es suficiente para darnos cuenta de que los años suponen una carga para el cuerpo y sobre todo para la sociedad. No es raro oír al político de turno hablando sobre las dificultades que sufriremos en nuestra vejez para disponer de los medios necesarios que nos permitan vivir nuestros últimos días con cierta tranquilidad. Si a esto le añadimos que es más que posible que nuestro cuerpo sufra varias enfermedades crónicas que nos creen un gran nivel de dependencia, es entonces cuando el asunto deja de pintar mal y empieza a pintar peor.
Como dice el refrán: Dios aprieta y a veces, también, ahoga. A unos recursos insuficientes para cubrir nuestras necesidades básicas y unas enfermedades invalidantes, le podemos añadir la ausencia de hijos, familiares o cualquier persona que pueda atendernos mínimamente para compensar estas carencias. Dicho esto, la situación se hace insostenible y uno empieza a plantearse en mandarlo todo a hacer puñetas. Para ello, nada mejor que guardar unos ahorrillos para hacer un último viaje, a Suiza, donde, con los Alpes por testigo, una generosa dosis de pentobarbital evita que sigas siendo una carga para la sociedad. Sí, ya sé que ahora toca que alguien en nombre de alguna asociación pro-mala vida me miente a la madre, pero a esos los invito a disfrutar de mis viejos: a los que vi, a los que veo y a los que veré. Quizá coincidamos en que ciento veintidós años son muchos años.
Sit tibi terra levis.
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