En mi anterior columna ya dejé caer que necesitaba un paréntesis. Por fortuna, el efecto del descanso ha sido de lo más reparador. No, no me malinterpreten: mi sesera sigue sin tener arreglo —quizá es cuestión de buscar un milagro—.
Pues en esas estaba, de vuelta en mi pueblo, en una caseta de feria saboreando los últimos coletazos de las vacaciones. Entre copas de fino, y con música de los ochenta que una banda de música nos regalaba, participaba en una animada conversación sobre temas de lo más agradable. Pero la vida no es perfecta, ni maldita la falta que hace —pero ese es otro tema—. Así que alguien sacó el asunto de la puerta giratoria de Soria y comenzó un encendido debate sobre la penúltima golfería cometida por el político de turno. Salió a la palestra la madre de alguno, echamos algunos espumarajos y conseguimos llegar al consenso: no es que nos tomen por imbéciles, es que somos imbéciles.
Estoy convencido que la vida nos proporciona pequeñas cosas, detalles o situaciones que ejercen como escudo ante tanto despropósito. Me giré para respirar con más profundidad y entre la gran cantidad de trajes de flamenca —o de faralaes que dicen algunos—, entre la multitud de colores que se mezclaban con el baile, apareció. Resaltaba en aquel arco iris por el negro de su traje, por el negro de su pelo y quizá por el negro de sus ojos —la distancia me impedía saberlo con exactitud—. Sólo llevaba algo de color en su pelo: dos flores, una roja y otra verde.
Caminaba entre la bulla, abriéndose paso, aunque me daba la impresión que la gente se apartaba a su llegada. Perdí todo interés por el resto de los colores, sólo tenía ojos para ver el negro, sólo podía mirarla a ella. Observé como los cinco volantes de su traje pasaron a ser uno, como por arte de magia. La conversación sobre los golfos parecía cada vez más difusa, diluida en el ambiente. Quizá, el tema de la tertulia había cambiado, pero tampoco me hubiera dado cuenta, mis sentidos estaban dedicados por completo a aquella imagen. Se fue acercando, cuando llegó a mi altura di un paso atrás para cederle el paso, esbozó una media sonrisa de agradecimiento y siguió su camino. Sólo faltaba que aquellos músicos interpretaran “Besaré el suelo” . Dejó el agradable olor de su perfume y la vi alejarse. Cayetana o Julia, no estoy seguro de su nombre, me hizo sentir bien y esperanzado. Acabé comentando al resto de los tertulianos que a pesar de nuestros sinvergüenzas, de nuestros analfabetos dedicados a la política, de nuestros mangantes y de nuestros votos, en este maldito país hay cosas interesantes y aquel color negro era una de ellas, porque la belleza siempre merece la pena.
Sit tibi terra levis.
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