En alguna ocasión les comenté que soy socio de un club muy selecto y exclusivo. Para pertenecer a él no hace falta presentar solicitud alguna: cuando menos te lo esperas, estás dentro y ya nunca sales de él. Una rápida ojeada por su interior nos muestra su distinción: encontramos conocidos periodistas —sobre todo reporteros de guerra—, mucho soldado, algún que otro policía o bombero, y bastante personal sanitario. Pertenecer al Club de las Miradas Perdidas no te hace mejor o peor persona, pero sí proporciona cierta complicidad entre los socios. Los que están fuera casi nunca llegan a comprenderlo, ni maldita la falta que hace.
Hace unos días, tomaba café con una amiga, hablábamos con entusiasmo sobre la pocilga en que han convertido este mundo y reíamos al escoger, como solución a todo este despropósito, entre un nuevo diluvio o la caída de un meteorito. En esas estaba cuando me quedé mirando hacia un punto vacío en la distancia y me encontré de nuevo cruzando las puertas de tan especial club. Como siempre, nuestro local está oscuro, apenas deja ver unos metros más allá, y frío, tanto, que te deja muy quieto, como petrificado.
En esta ocasión me recibió un niño del que no recuerdo su rostro, a veces, la cabeza juega buenas pasadas y ocurre, aunque no siempre es así. Aquel día no se me borra de la memoria, estuvimos intentando ser dioses, queríamos traer a la vida a alguien que se encontraba ya muy lejos de ella. A pesar de todos los esfuerzos, el pequeño murió. En las horas siguientes tuve la ocasión de ver a su madre: destrozada, confusa. Siempre se repiten los mismos lamentos y las mismas preguntas, siempre igual y siempre distinto. Quizá sea la forma de pasar de un lado a otro, de diferenciarte de otros seres humanos: siempre suelo decir que el mundo se clasifica entre los que han perdido a un hijo y los que no. Cuando se marchaba, iba acompañada de algunos familiares, la llevaban cogida de los brazos, como en volandas. Al llegar a mi altura cruzamos las miradas e hizo un atisbo de sonrisa, apenas perceptible y que pareció decirme: “tranquilo, sé que habéis hecho todo lo posible”.
Desde aquel día, la he visto en varias ocasiones. Nunca hemos hablado más allá del saludo, cruzamos las miradas y aparece de nuevo el intento de sonrisa cómplice. Cuando ese rostro con la sonrisa más triste del mundo me invita a entrar en el Club de la Miradas Perdidas, un nudo ocupa todo el estómago y sube hasta la garganta. Fue entonces cuando mi amiga me sacó de mis pensamientos y me preguntó si me ocurría algo, que me había quedado como si hubiera visto un fantasma. Le di un sorbo de café y le contesté que no pasaba nada, que simplemente, necesito una vacaciones.
Sit tibi terra levis.
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