La sala estaba repleta de gente. Las tres filas de sillas dispuestas para que la espera se hiciera más llevadera estaban ocupadas en su totalidad. Cada uno iba a lo suyo, comprobando la documentación que tenían que tramitar, ojeando el último whatsapp recibido o intentando resolver a través del móvil algún imprevisto surgido. En el mostrador, el funcionario tecleaba con notable rapidez el teclado del ordenador, no pude evitar imaginarme que se dedicaba a escribir versos, quizá porque le daba un cierto aire a Quevedo: anteojos redondos, con la barba y el bigote al estilo de nuestro ilustre escritor. Pero no, el hombre se dedicaba a introducir los datos de cada nuevo cliente y comprobaba cada papel entregado. En centro de la sala, un hombre elevaba el tono de voz cada pocos minutos. Se quejaba continuamente de la lentitud y la forma de trabajar en aquella oficina: “seguro que están desayunando” o “un pico y una pala les daba yo a éstos”. Lo observo, primero de soslayo, después directamente. Es el mismo de siempre, el mismo hombre —o mujer— que espera en la oficina de Correos, para ver el médico o en la cola del supermercado. Es el mismo, o la misma, que trata con desprecio a los que trabajan mientras intenta soliviantar el ánimo al resto de personas presentes. Es el mismo miserable de siempre que nunca lleva razón en sus protestas.
Le llegó el turno al individuo o individua. Le enumeró al funcionario una larga lista de derechos de los que le estaban privando, acusando del delito, por supuesto, al funcionario. Lejos de enfrentarse a él, el paciente trabajador levantó la vista del ordenador, se quitó las gafas y las limpió en su camiseta, mientras le decía: “Buenos días caballero ¿En qué puedo ayudarle?”. El incansable buscador de gresca se encendió como una antorcha y dijo que iba a poner una reclamación. Supongo que esperaba un combate intenso y al verse privado de él por la indiferencia del funcionario, la testiculina se le subió a la cabeza. Se apartó hacia una esquina del mostrador y comenzó a escribir su hoja de reclamación mientras dirigía insultos y espumarajos hacia el particular Quevedo.
Cuando un tipo la emprende contra otro por el hecho de trabajar en un sitio público y enarbolando la bandera de unos derechos interpretados a gusto del consumidor y sin nombrar en ningún momento la parte que habla de deberes, quizá sea el momento de inventar una nueva fórmula para resolver estas situaciones. Me explico.
De la misma forma que las hojas de reclamaciones están a disposición del cliente para cuando crea conveniente, deberían crear una hoja de reclamaciones para que el funcionario de turno se la pudiera poner a esos que se creen que pueden insultar, vejar o gritar al trabajador de la administración. Estaría bastante bien ver qué explicaciones da más de un individuo por sus vergonzosas actitudes. Aunque mucho me temo que alguno coleccionaría esas hojas para mostrarlas a sus hijos como medalla y ejemplo de forma de comportarse en los sitios. Así que mejor me apunto a los cada vez más numerosos defensores de que la solución pasa porque un día llueva napalm.
Sit tibi terra levis.
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