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13 de marzo de 2016

EL GALGO

Hace algún tiempo me encontraba delante del ordenador enseñándole a uno de mis hijos un cuadro. La pintura representaba una batalla, no recuerdo exactamente cuál y si me apuran tampoco conozco el motivo por el cual lo estábamos mirando. El caso es, que como en toda buena batalla, uno de los elementos que se podía ver en el escenario era un perro, concretamente un galgo. Fue desde entonces cuando mi infante desarrolló una especial predilección por estos chuchos. Tanto es así, que en su cabeza  existen los perros y los galgos, como si se tratasen de especies distintas. La visión de un galgo en cualquier lugar le despierta la curiosidad y en no pocas ocasiones me pregunta si habrá estado en alguna batalla. Siempre me intenta convencer de que sería buena idea tener en casa uno, pero se convence rápido de que un piso no es lugar para tan veloz cánido. Me ha contagiado la admiración por estos perros y no puedo evitar acordarme de mi hijo en cuanto los veo. 

Cerca de mi casa suelen merodear dos galgos: Negro y Canela. Imagino que por alguna razón, el destino les proporcionó una segunda oportunidad y les libró de acabar colgados en alguna rama por no ser capaces de atrapar a una liebre. Se buscan la vida juntos, rebuscan por los contenedores y parece que evitan el roce humano: mejor cada uno por su sitio —pensarán. No sé si será casualidad, pero cada vez que los veo, Negro va un poco más adelantado que Canela, excepto aquel maldito día.

Supongo que se disponían a dar su ronda habitual, el contenedor que está cerca del bar es un buen lugar para encontrar algo que llevarse al cuerpo. Después, lo suyo es cruzar hasta el parque, donde la fuente siempre proporciona un poco de agua fresca. Desconozco qué les pudo pasar aquel día, quizá algo les asustó o sólo fue un exceso de confianza. El caso es que cruzaron la calle y esta vez Canela iba delante. El golpe sonó seco y atrajo la mirada de todos los viandantes que nos encontrábamos por la zona. El coche blanco pareció que hizo ademán de detenerse, pero no, sus luces traseras de frenado se apagaron y con un fuerte acelerón se perdió calle arriba.

Canela yacía junto a la acera, respiraba con bastante dificultad y Negro se movía a su alrededor nervioso, sin saber qué hacer. Un hombre se acercó hasta el animal fatalmente herido mientras negaba con la cabeza y se dirigía a los curiosos: “hay que ser hijo de puta para no pararse” “qué poco corazón hay que tener”. Otro de los presentes propuso meter a Canela en su coche e irse a buscar un veterinario, pero no hizo falta. El galgo se levantó, anduvo con torpeza unos metros para buscar un refugio más cómodo, a la sombra, y se echó de nuevo, en el lugar de donde jamás se volvió a levantar. Negro estuvo junto a Canela, hasta el final como los buenos amigos, como los amigos de verdad.

Me sigo cruzando con Negro, ahora va siempre sólo. Cuando lo veo me acuerdo de mi hijo, me sonrío. Pero borro rápido esa sonrisa de mi cara pesando en aquel hijo de puta que no se detuvo a mirar a Canela. Si tuviera que escoger con quién quedarme sólo en el mundo, escogería a Negro antes que a semejante malnacido.


Sit tibi terra levis.

2 comentarios:

  1. Toros, galgos, brutalidad. La España que resiste, caspa y sangre en mezcla equipotente. La España tradicional que sigue matando el progreso. Gracias, Marcos

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    1. La España rancia y analfabeta que nos inunda. Ayer, hoy y seguramente siempre. Gracias Manuel por el comentario.

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