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24 de enero de 2016

HUMANIDAD

Observo a Ana sentada en el sillón. A ratos, mira cómo la medicación cae gota a gota para acabar introduciéndose por una de las venas de su brazo derecho. La mascarilla le aporta el oxígeno que minutos antes sus pulmones eran incapaces de obtener del aire. La palidez de su rostro va desapareciendo y deja paso a un tono rosáceo en sus mejillas, ya se encuentra mejor. 

Tiene la mirada serena que aportan sus ochenta y muchos años. Sus manos deformadas revelan que su vida no ha sido fácil, ha trabajado duro desde que tenía nueve años, eran tiempos difíciles. Me explica cómo utilizaba un cajón de madera para alcanzar la pila y cómo la mayoría de los días se iba a la cama con un puñadito de aceitunas en el cuerpo. Lo dice mientras su mano toma la forma que acogía esas aceitunas, incluso parece que todo su cuerpo se encoge dando idea de la miseria y el hambre sufrido.

Me cuenta que tenía seis años cuando la guerra, que nunca ha podido olvidar el sonido de los disparos y la forma de hablar que tenían los moros cuando entraron en el pueblo.  Los escuchó desde su casa, su familia dejó la puerta abierta, pues sabían que entraban en las casas cerradas. Aunque a su vecino no le sirvió y le saquearon la tienda.

Ana siente miedo de aquella época, se estremece al recordar cuando el cura del pueblo se encargó de señalar a muchos lugareños que fueron asesinados de inmediato. Pasado un tiempo, supo que fue trasladado a un pueblo cercano donde acabó suicidándose con un brebaje que lo mandó al mismísimo infierno. Su tío, José, regentaba un bar. No hablaba de política, soportaba como podía cuando los de derechas le decían que no dejara entrar en el bar a los de izquierdas y cuando los de izquierdas le indicaban que no dejara entrar a los de derechas. José también fue asesinado, acabó como otros muchos, enterrado en una fosa común, en una cuneta a la salida del pueblo. Dejó esperando en casa cinco hijos y otro que estaba de camino. 

Escucho cómo Ana explica con detalle los momentos de tensión y el miedo sufrido, no hace un mal gesto ni muestra odio contra nadie. Contemplando con cierta lucidez su historia, es fácil comprender que no merecemos tener el dudoso honor de ser el país con más muertos en sus cunetas (sólo nos gana Camboya). No se trata de querer abrir heridas, ni tampoco tiene que ver con la ideología –esos argumentos solo pueden justificar la estupidez-. Es más fácil, se trata de tener un gesto de humanidad. La humanidad que merece José, el del bar, el que no hablaba de política, el que está en una cuneta.


Sit tibi terra levis.

2 comentarios:

  1. Gracias por este regalo en forma de artículo. Ojalá este país (me da igual el nombre) reconozca y respete el sufrimiento de tantas Anas. Gracias por hacerlos presentes y de alguna forma, contribuir a que no desaparezcan de la memoria cuando ese gotero sea ya algo inútil para ella

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    1. Gracias a ti. Pienso que debemos tener vivo el recuerdo de estas personas, quizá sea la única forma de devolverles la dignidad que les fue robaba.

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