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17 de mayo de 2015

SOBRE LO VIEJO Y LO NUEVO

Aquellas manos reflejaban el inexorable paso del tiempo. El dorso carecía de un mínimo espacio libre de arrugas, contenía infinidad de líneas y dispuestas en todas las direcciones posibles. Los dedos apenas podían extenderse en su totalidad y mostraban grandes deformidades en cada articulación, tanto, que incluso alguno perecía roto. En algunas zonas, la piel de cebolla amenazaba con romperse ante cualquier desequilibrio de las fuerzas que hasta la fecha la mantenían intacta. Abundaban las manchas moradas que iban tornando hacia un amarillo verdoso hasta su casi completa desaparición, entonces parecía repetirse el ciclo consecuencia de una trabada y costosa circulación sanguínea. No las recuerdo muy temblorosas como otras, y si lo estaban, seguro que su dueña trataba de disimularlo. Aquellas manos habían palpado una guerra, su posterior hambruna, una dictadura, parte de una democracia, y no sé cuantas circunstancias más. Habían trabajado duro muchos años, habían criado hijos, cuidado hermanos, y en una ocasión las vi gesticular mientras contaban lo desagradable que fue ver a los hambrientos comiendo hierba en una cuneta. Eran otros tiempos, otros malos tiempos —oí decir a modo de conclusión—. Esas manos siempre quedarán en mi recuerdo, he visto muchas otras y muy parecidas, pero no eran esas. Esas eran las manos de mi abuela.

En nuestro días, para la mayoría de los mortales de nuestra patética sociedad, hacerse viejo está mal visto. Nos bombardean durante todo el día con anuncios para mantenernos jóvenes: una crema regeneradora por aquí, un cirugía reparadora por allá, una dieta antioxidante, o una gimnasia antiedad. Todo para que nuestro físico no se corresponda jamás con la edad real. Esta forma de entender la vida estaría muy bien si todo el tinglado se montara para darle una envoltura más aprovechable y una mejor salud a nuestra mente. Pero no, en la inmensa mayoría de los casos tenemos un aspecto joven para una mente atrofiada. 

A nuestros viejos ya no se les escucha como la fuente inagotable de conocimiento y experiencia que son.  Ahora se les ignora y se les aparta. Eso sí, tenemos la desfachatez y la hipocresía de mostrar un falso respeto al no llamar viejos o ancianos a nuestros viejos o ancianos. Ahora los llamamos “personas de edad”. Una muestra más de nuestra imbecilidad.

Dice Albert Rivera que deberían “dejar la regeneración política en manos de los nacidos en democracia”. Pero no creo que el problema sea la fecha de nacimiento. La regeneración de nuestra sociedad —no sólo política— pasa por aprender de la experiencia de nuestros mayores, de nuestros viejos. Porque lo que sí debiéramos desechar son las ideas viejas, antiguas y más rancias que arrastramos en este país. Son esas ideas obsoletas de otros tiempos las que lastran a la sociedad. No es cuestión de edad, por eso creo que el señor Rivera puede ser joven, pero me da la impresión que en sus ideas hay mucho de antiguo y viejo. Así que prefiero mil veces quedarme con viejos como fue José Luís Sampedro, y por supuesto con la vieja más lúcida que conocí, mi abuela.


Sit tibi terra levis.

2 comentarios:

  1. El Sr Rivera defiende eso con toda la intención, para que gobierne gente sin referencias de dónde venimos y que nos vendan un mañana pragmático, sin propuestas éticas y de justicia social. Esas manos tenían mucha dignidad que las que usamos para taparnos la cara y no mirar. Gracias, Marcos, por tu artículo. Una vez más

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    1. Gracias a ti Manuel por compartir tus reflexiones en este blog. Estoy de acuerdo con lo que dices, lastima que muchos no lo quieran ver.
      Saludos.

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