Me disponía a disfrutar de la agradable brisa antes de que el sol terminara de ocultarse y diera paso al frío que en esta época todavía domina las noches de la costa. Ocupé la última mesa dispuesta a lo largo del paseo marítimo y esperé a que el joven que regentaba la terraza me trajese el café. Una vez acomodado y con la humeante taza en la mano comencé a disfrutar de un mar sereno y de mis hijos jugando en la arena.
Unos días antes hablaba con un amigo sobre la situación actual que nos ha tocado vivir y, sobre todo, si estábamos inmersos en algún momento de cambio. ¿Estamos de verdad ante un tiempo nuevo? Reconozco que soy bastante pesimista con este país. Podemos observar a lo largo de la historia como cada vez que hemos tenido oportunidad para dar luz a tanta oscuridad, hemos desaprovechado la ocasión. Y ese día, allí frente a la inmensidad del mar, me di cuenta de que mis dudas estaban justificadas.
Estaba apurando un truja mientras la visión de un barco pesquero me tenía hipnotizado. Esa visión se interrumpió cuando un grupo de madres llamaban en retirada a sus hijos. Unos acudieron rápido, otros se resistían a abandonar sus juegos. Las madres dedicaron un tiempo considerable a limpiar de arena los zapatos, bolsillos, y resto de prendas. Una vez que todos estaban en perfecto estado de revista, cargaron los distintos enseres y se dispusieron a marcharse. Fue una chiquilla con cara de no haber roto nunca un plato, la que tras calzarse unos patines dejó caer al suelo una botella vacía de agua. No hizo ademán de agacharse a por ella. Su madre —testigo de todo el asunto— en ningún momento intento reprender a la pequeña o recoger ella misma la botella. Todos se fueron.
Me quedé mirando la botella —el mar dejó de atraer mi vista—. La imagen me transmitió tristeza. Sí, ya sé que tampoco se puede hacer un mundo porque una cría tire al suelo una botella de plástico. Pero la situación me mostraba que este jodido país no tiene arreglo, sobre todo cuando a menos de tres metros de distancia, una papelera esperaba para ser usada. Pensé que esa pequeña distancia es la que este país necesita para salir de la oscuridad.
Cuando más convencido estaba de que lo mejor era mandarlo todo al real carajo, apareció aquel hombre acompañado por su pequeño perro. Llegó a la altura de la botella y la golpeó levemente con su pie sin darse cuenta. Dio un par de pasos, se agachó y cogió la botella para depositarla, tres metros más adelante, en la papelera. Tengo que reconocer que me emocioné, todavía queda gente por la que merece dar la cara en este jodido país. Pedí la cuenta, avisé a mis hijos y me fui, sabiendo que unos están para aprovecharse de la basura y otros estamos para recogerla.
Sit tibi terra levis.
Parte del fatalismo que tenemos en este país se debe a que pretendemos que el cambio lo realicen todos. Los cambios han venido siempre de gente excelente y generosa que ha contagiado su entusiasmo a los demás. Por eso, por mucho que nos pese o nos escandalice la posición de otros, que se irán de este mundo tan frescos, por mucho que nos lamentemos, nuestra derrota será no ir nosotros a recoger la botella. Hay que seguir. Gracias, Marcos, porque tú me has transmitido tu emoción mediante las palabras. Hay un escritor en ti que tiene que salir de su botella
ResponderEliminarMuchas gracias Manuel. Tienes razón, tenemos que seguir recogiendo esas botellas, siempre puede haber alguien que nos vea y decida hacer lo mismo.
EliminarNo te puedes imaginar lo que significa para mí que me llames escritor. Muchísimas gracias.