Sentado en el parque, tranquilo, disfrutando de un poco de lectura, de vez en cuando levanto la vista para observar a mis tiernos infantes dándole puntapiés a la pelota. A mi siniestra un par de señoras hablan animadamente, conversación que se interrumpe a cada instante por la hija de una de ellas –una niña morena con coleta y cara de pocos amigos-. Justo en frente, se alza el tobogán, solitario, sin críos vociferando sobre él –corren otros tiempos, pienso-. En mi infancia los toboganes escaseaban y casi siempre se los apropiaban algunos matones y sus esbirros de sexto curso.
En una de las ocasiones en que retiro la vista del libro, observo a un pequeño individuo intentando desarrollar su faceta como alpinista. Trata de coronar la cima del tobogán al revés. Sonrío cuando pienso que aquel crío intenta su primera escalada por la parte norte de la montaña, la más dificultosa. Lo intenta una y otra vez: unas veces apenas llega a la mitad, otras está a punto de conseguir su objetivo. Utiliza varias técnicas, cada una con efecto distinto. En una de las ocasiones resbala y sus manos no tienen tiempo de interponerse entre su cara y el tobogán: llanto, y madre corriendo a socorrer al herido. Sin embargo, minutos después allí está de nuevo. En uno de sus múltiples intentos, realiza un último esfuerzo y consigue coronar la cima. Se queda unos instantes disfrutando de las vistas, se coloca en posición y se lanza a la vertiginosa bajada con una sonrisa, orgulloso de la gesta conseguida.
Al día siguiente me encuentro en la Plaza del Salvador, en Sevilla. Sol, temperatura agradable y cerveza de mediodía. Una multitud se encuentra allí en la misma situación. Alguna cerveza más tarde, me dirijo a la puerta de la Iglesia, restaurada hace poco, que se puede visitar de forma gratuita para los que vivimos en la tierra, y pasando por caja el resto de los mortales. Al llegar a la entrada, un grupo de jóvenes italianos intentan pasar. Supongo que deciden echar algo de rostro y para adentro. El segurata los detiene e inmediatamente deciden tomar la estrategia de no comprender el asunto. Pero el plan se les fastidia al instante, aquel hombre enorme que les corta el paso empieza a desplegar todas las explicaciones del mundo en un perfecto y fluido italiano: o sueltan la viruta o allí no pasa ni el Papa Francisco. A los espaguetis se les queda cara de pasmaos,se apartan para hablar entre ellos y reorganizar la estrategia, pero es demasiado tarde, están derrotados. Me quedo observando al hombre y no puedo evitar mi satisfacción al imaginarlo en sus ratos libres sentado en la mesa de alguna Escuela de Idiomas intentando seguir superándose en esta vida perra.
Cuando veo a los Presidentes, Ministros, políticos tradicionales, y los secuaces que los rodean caigo en el desanimo. Sin embargo, las dos situaciones me llenaron de esperanza, quizá exista una oportunidad. Porque aquí, todavía, hay gente que merece la pena.
Sit tibi terra levis.
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