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1 de septiembre de 2014

RENDIR CUENTAS

Aún no ha venido el villano 
que me prometió venir 
a ser honrado en morir 
de mi hidalga y noble mano…

  Era la letrilla de Lope en boca de Alatriste que se me había metido en la cabeza y no tenía forma de sacarla de la neurona. Esto, mientras holgazaneaba observando la belleza de los prados cántabros, sentado a la sombra de una enorme higuera con un café en la diestra y un truja en la siniestra. Frente a mí, Julieta y Maria Antonia daban buena cuenta de los tiernos brotes de hierba. Madre e hija, vacas ellas de generosas ubres y rollizos cuerpos, dedicaban el día a comer sin tener que quitarse de la cabeza ningún verso de Lope, y mucho menos pararse a pensar en una honrada muerte para un villano. Es más, ellas ni siquiera son conscientes de la muerte y por lo tanto no tendrán que rendir cuentas a nadie.

Nosotros los humanos lo tenemos un poco más jodido. Sólo dedicar unos minutos a pensar que tenemos fecha de caducidad debería bastar para tomarnos la vida de otra forma. Acompañar en el final de la vida a varios cientos de personas hace que uno vea el asunto con otros cristales. No digo mejores o peores, digo distintos. Por cierto, por si alguno todavía no lo sabe, nadie en sus momentos finales habla de la fortuna que consiguió amasar con trabajo, con la lotería, o mangándole al vecino.  Es más habitual que algunos padezcan gran sufrimiento por no tener la posibilidad de pedirle perdón al vecino mangado. Yo, como soy un blandengue, recuerdo con especial cariño los lamentos relacionados con amores secretos, relaciones imposibles o besos recordados.

En cuanto a rendir cuentas, me imagino que cada uno se la envaina como puede. Algunos esperarán a que su dios les sepa perdonar los excesos realizados en la vida, otros confiarán en ser agraciados con una eternidad llena de excesos por soportar los sufrimientos terrenales. Yo me decanto por rendir cuentas ante los hijos. Ellos serán los que puedan decir mi padre fue un buen hombre o un grandísimo hijo de puta. Entiendo que esta reflexión tiene sus limitaciones: no tener hijos no debe ser eximente para librarse del juicio final. Caso aparte sería la cada vez más habitual circunstancia en la que el padre lleva por su mismo camino a los hijos. Así, no veo a Jordi Pujol rindiendo cuentas ante su hijo: –mira hijo, tenía unos dinerillos en Suiza, que tal y cual-,  y el hijo respondiendo: –no te preocupes papito, yo tengo unos ahorrillos en Luxemburgo-. Digamos que no sería una valoración objetiva.

De todas formas lo tengo claro, el mejor invento de todo este circo es la Muerte. La señora de la guadaña nos coloca al mismo nivel a todos. Ni los ricos se pueden llevar sus fortunas, ni los pobres sus miserias. Y es a estas alturas de mi pensamiento cuando de nuevo alzo la vista hacia Julieta y Maria Antonia, me acerco a una de ellas, y al acariciarla, emite un fuerte mugido, desconozco si se acaba de acordar de mis antepasados o me ha visto cara de toro. Me da cierta tristeza pensar que posiblemente acabe en una carnicería hecha chuletas o entrecots, y en un arrebato de amor, me lanzo hacia ella y le susurro al oído: –Julieta, te comería toda.


Sit tibi terra levis.

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