Érase una vez un país muy muy cercano llamado Españachistán. Era un lugar maravilloso lleno de posibilidades, tenía gente trabajadora e inteligente, poseía unos paisajes de gran belleza y era reconocido en el ámbito de las Bellas Artes donde destacaban numerosos genios de la Literatura y la Pintura. Sin embargo, estos mimbres para tener un reino lleno de prosperidad y felicidad se fueron estropeando. La corrupción se fue adueñando de todo el reino. Políticos, banqueros, el Clero e incluso miembros de la corona dedicaron sus esfuerzos a velar por sus propios intereses, dando la espalda al pueblo, que cada día pagaba más impuestos y era más pobre. Los reinos limítrofes pujaban por hacerse con los servicios de ingenieros, médicos y toda persona que destacara en alguna rama de la Ciencia o de las Letras. Los bellos paisajes de sus costas fueron sustituidos por edificios cuya venta generalmente redundaba en banqueros y corruptos del reino. El Clero se dedicó a sembrar la condena eterna para los que pensaban distinto, preocupándose más de los asuntos de Estado que de velar por la paz y armonía de las almas más necesitadas. El malestar de los ciudadanos fue creciendo, cada día había menos pan que llevarse a la boca y los niños carecían de la educación que les hiciera tener una bocanada de esperanza para el futuro.
El Rey Juan tenía una edad avanzada y sus dolencias eran cada vez más frecuentes. Cierto día a la vuelta de una de sus cacerías, y con un hueso tronchado, pensó que debería dejar su trono y cederlo a su hijo Filipo. Con gran celeridad envió a numerosos carteros reales por todos los rincones del reino para informar sobre su decisión. Esta situación hizo que el pueblo atisbara un rayo de esperanza y los animó a salir a las plazas de los pueblos para defender un nuevo orden social más justo y que pusiera fin a tantos años de abusos.
Los consejeros de la corte se mostraban nerviosos. Unos pedían mandar las tropas contra el pueblo como en otras ocasiones, otros, asustados, pensaban que todo aquello era el fin, y los más numerosos miraban para otro lado pensado que ya se cansarían como en protestas anteriores. Pero Filipo se mostraba preocupado, se pasaba el día dando vueltas de un lado para otro, y entonces, tuvo una idea. Llamó a su asesor de mayor confianza para explicarle el plan: -nos aprovecharemos de la mediocridad de los gobernantes y políticos tradicionales del reino- le dijo-.
Comunicó a todos los ciudadanos que a partir de aquel momento sería el pueblo quien escogiera a su más alto representante. Un hombre, un voto. Aduló a los antiguos gobernantes para que aspiraran a tan noble cargo. El anzuelo estaba echado. Se presentaron: D. Chemary, duque de Ansar, D. Jusepe Louisan, marqués de Zapatonia., D. Marí Ano, archiduque de Plasma, y el propio Filipo VI.
Llegó el día de la elección del nuevo mandatario y como no podía ser de otra forma, el pueblo eligió a Filipo. Era el único que estaba preparado para el puesto, tenía estudios, conocía los distintos idiomas, y sobre todo era quien menos antipatía provocaba. El plan había funcionado, fue así como Filipo VI se convirtió en el primer rey republicano de la historia. Aristócratas, políticos tradicionales y clero fueron felices y al pueblo le dieron por las perdices.
Sit tibi terra levis.
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