El ambiente en el pabellón tenía ese calor característico que dan las personas. Ese que al entrar desde el frescor de la calle nos abofetea el rostro. El cegador ruido, invitaba a gritar para poder hablar con alguien al lado, y ello tampoco garantizaba que el mensaje llegara al receptor de forma correcta. Notaba las palpitaciones cada vez con mayor intensidad, a veces percibía como si el corazón le fuera a salir por la boca. A pesar de estar sentado, su pierna izquierda apoyada sobre la punta del pie no paraba de moverse, en ocasiones lo hacía con tal rapidez y fuerza que los sentados a su lado notaban la vibración.
Llegaba el momento de la verdad, no había retorno. A cada momento, giraba la cabeza y veía aquella cuenta atrás. El reloj, insaciable con el tiempo, llegaba a su cita con la gloria o con el fracaso. La igualdad era evidente, ninguno de los equipos había conseguido anotar más puntos que su contrario. Una nueva mirada hacia el marcador mostraba que los dos últimos minutos de batalla estaban servidos.
La última visión de aquellos números le transportó a un estado mezcla entre lo onírico y lo real. Siempre había soñado con la última jugada de un gran partido, esa a la que todo deportista aspira para sentarse en el Olimpo de los dioses. Se perdió en esa imagen hasta que el pitido del árbitro le trajo de nuevo al mundo presente. Otro vistazo arriba: al partido le quedaba un suspiro y un jugador de su equipo debía abandonar la cancha. El entrenador maldijo en diversos idiomas, miró al banquillo y clavó sus ojos en su única opción posible. Se dirigió a él y le dijo: -chaval, cuando ataquemos, te pones en una esquina, donde no molestes. Esa es tu misión-.
Entró en la pista asustado, nervioso, queriendo marcharse de allí. En baloncesto un instante es una eternidad, sabía que los catorce segundos que restaban era suficiente para revertir el punto de ventaja que el contrincante había aprovechado con los dos tiros libres. Se dirigió a la esquina, al vértice del olvido donde su general le había ordenado montar la garita. Sus compañeros hicieron complejas jugadas, que él nunca entendió, para dejar al jugador estrella con la suficiente comodidad para realizar el último lanzamiento.
Fue en ese momento, cuando una mano impredecible hizo que la pelota, tras diversos rechaces, cayera caprichosamente en sus manos. No había tiempo, ahora o nunca, igual que en sus sueños la bola salió de sus manos dibujando una parábola perfecta. En su interior intuía que tan preciso lanzamiento tendría éxito. El público enmudeció, todos enmudecieron mientras veían cómo la pelota ni siquiera llegó a rozar el aro de la canasta. El estruendoso ruido de la bocina indicó que todo había acabado.
Quedó solo en aquel rincón de la pista. La grada en su mayoría le ignoró; otros reían a carcajadas. Sin embargo, una alegría interior comenzó a apoderarse de todo su cuerpo. No consiguió la gloría, pero evitó el posible fracaso de otro compañero, hoy por ti y mañana por mí, pensó. Eso sí, consiguió algo por lo que el resto de los mortales le deberían envidiar, consiguió cumplir su sueño.
Esta historia no es más que un humilde homenaje a esos gladiadores de la canasta que se jugarán el próximo fin de semana el ascenso de categoría. Son ellos los que han hecho posible este sueño para la afición de nuestro pueblo. Disfrutémoslo.
Sit tibi terra levis.
Modern Family. Temporada 1, episodio 20. Benched/Al banquillo
ResponderEliminarUna serie, supongo. ¿Ocurre algo así?. Posiblemente, también haya ocurrido en partidos reales.
ResponderEliminarGracias por participar.