Esta semana intentaré salirme por la tangente. La casta oferta materia prima para escribir sobradamente columnas de opinión. No obstante, soltar espumarajos por la boca tan seguidamente no debe ser sano, aunque desde otro punto de vista puede representar un ejercicio razonablemente saludable con objeto de librar las tensiones que ellos mismos se encargan de colocarnos. Tiempo habrá de volver a ellos.
Decía que esta semana contaré algo distinto, una pequeña historia. Supongo que los años hacen que uno se vuelva un blandengue, que tenga la lágrima fácil, lo admito. Compréndanme, viendo las miserias del ser humano como las suelo ver, supongo que será normal que uno cree sus propios mecanismos defensivos y sean las pequeñas cosas de la vida las que me inviten a la emoción y a mantener alguna esperanza sobre esta especie tan hija de la grandísima puta que es el hombre.
Campo de fútbol de la Alameda. Multitud de escolares dispuestos a defender el honor de sus colegios. Algunos pequeñines acuden ataviados con las elásticas de sus jugadores preferidos, otros incluso no vacilan en imitarlos -en lo bueno y en lo malo-. Padres y madres nos disponemos en los mejores lugares para captar la foto perfecta. No puede faltar tampoco, la figura del padre-representante que inocentemente piensa que su hijo será una estrella del balompié ganando cantidades indecentes de euros.
Comienzan los primeros partidos, la mayoría de los equipos lo componen jugadores de nivel variado, juegan juntos niños y niñas -desconozco si con la ley Wert esta situación quedará prohibida en eventos futuros-. Un gol por aquí, un penalti por allá. Una victoria celebrada, una derrota silenciada. Niños en el banquillo, nerviosos por tener su momento de gloria, su jugada soñada. El padre-representante se comienza a enojar ante las pocos minutos ofertados a su tierno vástago en detrimento de algún jugador mediocre que no diferencia el balón de una patata. Todo discurre con relativa normalidad, lo esperado.
Marcador a favor, fin de la primera parte. El entrenador, en una razonable rotación para que todos puedan participar, saca al equipo de gala del terreno de juego y coloca sus nuevas piezas sobre el césped. Un escalofrío recorre a los presentes, parecen la infantería encargada de abrir la cabeza de playa en un desembarco. Saben que van a ser triturados. El equipo contrario, fija la vista en el arbitro para dar comienzo a la masacre. Pasado poco tiempo, llega el empate. El guardameta aterrorizado observa cada balón dirigido hacia él como si se tratara de una bala de cañón, trata de evitarlo a toda costa. El destino caprichosamente hace que el esférico siempre acabe rebotado en algún miembro del maltrecho ejercito. Últimos minutos, el milagro puede ocurrir. Un balón lanzado mansamente hacia la portería deja al portero petrificado, lo esquiva y se cuela tristemente. Los jugadores increpan al guardamallas que acaba el partido entre lágrimas. No llora por la derrota, más bien por los improperios de sus compañeros de batalla. Pasado unos minutos, una chica de su equipo se le acerca. Le toma la mano proporcionándole una suave caricia, lo mira y le exime de toda culpabilidad. Se miran unos segundos, ella le esboza una sonrisa y guiña uno de sus ojos. Tras este sublime momento, el solitario guardameta sabe que ese día ha sido el auténtico triunfador del campeonato. Me alegro por ti, chaval.
Sit tibi terra levis.
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