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18 de marzo de 2013

UNA SEMANA DE TREGUA


Hay semanas que intentar escribir esta columna se traduce en un esfuerzo añadido. No por la escasez de temas candentes, más bien por mantener cierto decoro y apariencia en el lenguaje. Te sientas en casa, pones a funcionar la televisión e inmediatamente empiezas a dar arcadas ante las noticias políticas de este país. Lógicamente, ante semejante provocación emética a uno le queda intentar dejar de lado semejante pocilga y sobrevivir al fétido olor que transmite nuestra casta.

Por lo tanto, esta semana voy a intentar evitar a la casta y dedicarme al comentario de cualquier otra situación mundana. Nada que afecte directamente a esos vividores carentes de estómago y capaces de vender a padre, madre y espíritu santo, envueltos en papel de regalo, a cambio de cualquier favor o puesto en la diputación correspondiente.

Esta semana quiero reflejar una apreciación personal, por supuesto criticable y carente de razón absoluta. No obstante, es mi apreciación. Habrán observado los jardines de la Carrera, con sus bancos, suelos y arriates todavía prácticamente vírgenes de la acción de algún cafre de nuestro querida sociedad. Pero a ese lugar para el ocio le falta algún detalle. Unos detalles mínimos, pero son esos detalles los que proporcionan cierto sentido a nuestras vidas.

Al idílico paisaje, le falta una pareja de enamorados. Posiblemente sea consecuencia de lo diáfano del jardín. Antes, existía cierta privacidad, ahora cualquier motivo amatorio queda a la exhibición de cualquiera. Años atrás era fácil disponer de ese lugar donde la pareja de enamorados se sentaba uno junto al otro, generalmente uno frente al otro, Cruzaban miradas, se mostraban confidentes e intercambiaban secretos. Me gustaban esos lugares, llenos de complicidad, donde la ligera brisa colocaba azarosos los negros y azabaches cabellos de la fémina. Mientras, el inexperto amante, prestaba rápido su temblorosa mano a retirarlos de la comisura de sus labios. Esos lugares, donde ella mostraba su inocente provocación cuando de forma descuidada dedicaba a morder ligeramente su labio inferior. Esos lugares, donde los amantes creaban castillos futuros exentos de dificultades, plenos de felicidad y ausentes de miserias. Un lugar para el punto y seguido.

Para los más pesimistas, también falta esa pareja de enamorados desenamorados, sentados uno junto al otro pero con miles, mejor dicho millones, de pensamientos de distancia entre uno y otro. Cada uno mirando al frente, pensando en mundos independientes y dejando pasar el tiempo sin esperanzas. Un lugar para meditar una vez más el momento de presentar la última mentira. Un lugar ideal para provocar la última farsa al plantearse un tiempo de separación para solucionar los insolucionable. Un lugar para el punto y final. 

En definitiva, si no disponemos de relaciones humanas para llenar nuestros parques y jardines, siempre podremos invertir esos terrenos para el esparcimiento de botellonas y gamberreo variado. Con ello, también haremos un bien a nuestra sociedad. Daremos trabajo a las fuerzas de orden público y a los servicios sanitarios. Quien no se conforma es porque no quiere. 

Sit tibi terra levis.

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