Hasta hace poco, creía que los autobuses servían para transportar a las personas de un lugar a otro. Ahora, parece que estos vehículos también se utilizan para intentar llevar ideologías de unas cabezas a otras. En estos días he visto la polémica suscitada por una asociación ultracatólica al utilizar el citado medio de transporte para divulgar sus ideas.
No me parece buena idea que el autobús de esta gente haya sido inmovilizado. Por una razón muy sencilla: la censura nunca debe imponerse a la educación. Cualquier persona con cierta lucidez no puede más que tomarse a risa el absurdo mensaje que el vehículo paseaba por las calles de Madrid. Claro que los niños tienen pene y las niñas vulva, también podía añadir otras evidencias de la naturaleza, desde diferencias cromosómicas a similitudes anatómicas. Pero la verdadera imbecilidad de la campaña reside en el trasfondo rancio que tratan de inculcar: reducen la sexualidad a lo meramente físico, con lo cual nos llevarían a la conclusión de que las relaciones sexuales entre un hombre y una mujer no difieren de la que tienen el cerdo, la jirafa o la mosca del vinagre. Parece que ellos mismos reniegan de la singularidad que se supone nos dio el Altísimo con respecto a los otros seres vivos, que no es otra que lo que reside en nuestro cerebro. No es descabellado que, tras leer el mensaje del autobús, crea que esta gente piensan con los genitales —por no ponerlo escrito de forma chabacana y vulgar—.
Pero, como decía antes, no creo que lo mejor sea la censura. Vivimos en una sociedad infantilizada hasta la extenuación. Parece que existe un miedo atroz a que la gente piense, analice y razone por su cuenta y riesgo. Dejemos que la gente vea el autobús, lean el libro que promocionan y que cada uno saque sus conclusiones. Todo lo demás es favorecer los extremismos y a los interesados en instaurarlos.
Sit tibi terra levis.

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