Casa Paca es de esos lugares donde puedes disfrutar de una comida de toda la vida. Son comidas con sabor a madres y a abuelas, lo mismo puedes deleitarte con unas espinacas con garbanzos que con una carne con tomate. El local está lleno de fotografías y objetos que han quedado en desuso. Entre su clientela puedes entablar conversación con un médico, con un parado, con un escritor, algún jornalero, con un actor o con el cura del barrio.
En sus mesas, bajo el cristal que las protege, se acumulan mensajes que los asiduos va dejando. Los hay reivindicativos, de amor o filosóficos. Cada pequeño papel escrito compite por llevarse la gloria y admiración del siguiente cliente que toma asiento, y entre sorbo y sorbo de café se dedica a escudriñar los textos.
En la mesa del fondo, junto a la ventana, una pareja conversa y toma una cerveza. Ella es de esas mujeres que atraen la vista, recuerda a Sophia Loren, Claudia Cardinale o Raquel Welch, no porque se parezca físicamente a ellas, sino por esa capacidad de atracción. Él provoca comentarios como “siempre hubo tipos con suerte”. Se miran a los ojos mientras hablan, en el lateral de la mesa la mano de él se apoya sobre la de ella acariciándola y ambas reposan sobre un libro. Las conversaciones de los clientes del bar quedan en suspenso ante el enésimo cruce de piernas de la chica. Mientras, para la pareja parece que el resto del mundo no existe para ellos.
Con la segunda cerveza, han cogido varias servilletas que se han repartido y comienzan a escribir. Durante varios minutos ninguno de los dos levanta la cabeza y se muestran concienzudos en su tarea. Ella acaba antes, se dedica a observarlo mientras toma un sorbo de cerveza y de nuevo se muerde su labio superior. Cuando él levanta la cabeza, ambos sonríen y juntan todas las servilletas. Las leen despacio, las comentan y las van separando: quedan tres grupos. El primero, el más numeroso, queda reducido a minúsculos trozos. El segundo es discutido de nuevo para acabar de la misma forma que el primero. En el último montón quedan dos servilletas, ponen una junta a la otra. Es ella la que tras dar un nuevo trago de cerveza y sin quitar la mirada de los ojos de él, coloca su dedo índice sobre la servilleta de su izquierda. El chico destruye la otra, coloca con delicadeza la servilleta elegida bajo el cristal de la mesa, se levanta y besa a la chica —el silencio se hace en el local—.
Nunca más se les ha visto por allí. Desde entonces, no son pocos los que cada vez que visitan el local se acercan a la mesa, leen y releen esta servilleta. Los hay que se emocionan, otros se quedan admirados, incluso, algunos muestran cierta envidia.
Sit tibi terra levis.

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