Decidió que si algo haría en Navidad, sería bailar. Lo haría a todas horas, en cualquier sitio, con cualquier música y cada vez que tuviera oportunidad. Sabía que cuando pensamos en gente bailando, la imaginamos alegre y feliz. El plan para aquellas fechas fue razonado y meditado durante no poco tiempo, diría que incluso estuvo dándole vueltas en la cabeza desde el comienzo de todo. Escogió el camino difícil, lo cómodo sería lamentarse y esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos, pero lo último que deseaba es que fuera recordada como un residuo de lo que siempre había sido: una mujer llena de vitalidad.
Así fue como pasó aquella Navidad, moviéndose al son de la música. Su pareja de baile habitual era una sonrisa que resaltaba en su rostro, quizá la perfección de sus dientes ayudaba a aquel efecto hipnótico, que impedía a los que estuvieran a su alrededor dejar de mirarla. Mientras bailaba, disfrutaba mirando a sus hijos a cierta distancia, contemplando sus movimientos y gestos, era en esos momentos en los que su cara se iluminaba de forma especial. Su hijo pequeño acostumbró en aquella fechas a acercarse cuando finalizaba el baile, cogía a su madre de la mano y la invitaba a sentarse —al pequeño no se le escapaba que su madre cada vez se cansaba más—. Ella no quiso caer en la falsa percepción que los adultos tenemos al considerar a los niños como si fueran seres inferiores, individuos que no comprenden nada. Por esta razón nunca utilizó circunloquios que taparan sus miedos y que impidieran nombrar ciertas palabras, sabía que los niños disponen de la lucidez que proporciona no estar todavía contaminado por el pensamiento adulto.
Este año, como todos los años, el árbol de navidad lo ponían el fin de semana antes de la Nochebuena. Su madre nunca se dejó llevar por los grandes almacenes que pregonaban la Navidad cuando aún vestían en manga corta. Mamá ya no lo podrá poner —pensó el pequeño. Por lo que fue él quien se encargó de sacar del trastero todos los adornos. Puso especial atención en enderezar cada rama del árbol, había aprendido de ella que este detalle era especialmente importante para conseguir un buen resultado final. Tras colocar las luces, dedicó el mayor tiempo posible a poner las bolas doradas en cada rama. Se percató de que su altura no le permitiría colocar la estrella en la copa del árbol por lo que pensó en pedir ayuda. Se giró y vio a su padre junto a sus dos hermanas mayores sentados en el sofá, en silencio, tenían la mirada triste. Decidió, entonces, colocar la estrella él mismo, a la altura que sus brazos le permitiesen. Seguro que su madre hubiera aprobado esta decisión. Colocó la estrella lo más alto que pudo y lo hizo sonriendo, con la misma sonrisa que mantuvo mientras montaba el árbol de Navidad. Cuanto más recordaba a su madre bailando durante la Navidad del año anterior, más sonreía.
Sit tibi terra levis.
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