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10 de enero de 2016

LA PALABRA

Traicionar la palabra no es buena cosa. Venderla o someterla a la mentira por meros intereses, casi siempre económicos, es aún peor. Sin embargo, en esto que algunos siguen llamando país, no son pocos los que practican el ultraje a la palabra con la mayor de las alegrías, sin decoro alguno e incluso sin darle mayor importancia a semejante pérdida de la honra. 

Apenas pasadas unas horas desde que los últimos votantes introdujeron sus papeletas en las urnas, ya empezaron los lametones y besuqueos entre algunos candidatos. No esperaron a que la frágil memoria del votante borrara las promesas y compromisos lanzados a bombo y platillo durante la campaña electoral. Como no puede ser de otra forma, los políticos tradicionales disponen de un variado número de recursos para justificar la desfachatez. En este caso, la fórmula escogida para justificar el pasteleo es una habitual entre ellos: cambiar el significado de las palabras. 

Así por toda la cara y sin anestesia, no sólo faltan a la palabra si no que encima prostituyen sus significados. Se han encargado de lanzar por tierra, mar y aire todo tipo de mensajes en los que incluyen un concepto muy particular: tener “miras de Estado”.  Tanto ha sido así que al poco tiempo era raro no escuchar a algún ciudadano en el bar o la peluquería defendiendo tal o cual coalición: “ellos no quieren, pero la situación requiere tener miras de Estado” que dice alguno. La cuestión que surge entonces tiene que ver con preguntarles por qué no tuvieron esas miras de Estado cuando cambiaron la Constitución, con nocturnidad y alevosía, convirtiéndonos de facto en una colonia alemana. O por qué no sacan tan alta visión para defender a todos esos ciudadanos que forman parte de este Estado y tienen que ver cómo le quitan la casa, cómo nuestros científicos se buscan la vida en otros países, o cómo engordan las cuentas en bancos suizos.

Nuestros políticos –salvo raras excepciones- tienen una especial habilidad para destrozar, romper, manchar y afear todo aquello que tocan. Palabras que de forma general teníamos vinculadas con situaciones positivas, ahora nos parecen repulsivas y desagradables. Si hace poco para cualquier náufrago la palabra rescate era sinónimo de salvación, ahora esta palabra se asocia a enriquecimiento bancario y al fastidio de personas. O cómo escuché en la presentación de “La Ciénaga”: llamamos refugiados y resulta de que carecen y se les niega precisamente el refugio. O como el gobierno de turno pregunto a la R.A.E y esta informó que el término violencia de género no era correcto y sin embargo sus señorías se pasaron el consejo por el arco del triunfo.

Pero no seamos injustos, este desprecio por la palabra no sólo lo vemos en la poca clase política. En nuestro día a día vemos a nuestros jóvenes maltratando a las palabras en los mensajes enviados por móvil. Nuestros empresarios, que se obstinan en llamar incentivos a esa parte del sueldo que mejor sería llamarla acojonamiento. 


Sit tibi terra levis.

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