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18 de octubre de 2015

EL FINAL

El caso de Andrea, la niña gallega con una enfermedad incurable y en situación terminal ha agitado a la opinión pública. Los medios han dedicado no pocas horas al asunto, y esto conlleva que algunos tertulianos, políticos, periodistas y asociaciones acudan sin ningún tipo de escrúpulos a la noticia como los buitres a la carroña; cosa habitual de este país.

No se puede imaginar situación más terrible para unos padres. Día a día percibiendo el desgaste y el deterioro de la pequeña sin poder hacer nada por impedirlo. Y a pesar de todo, aferrándose a que al menos la tienen a su lado. Pero llega un día en que, dejando el miedo y el egoísmo propio, deciden que hasta aquí hemos llegado, que el mayor gesto de amor es dejarla marchar. Pensemos por un momento que ni en nuestro propio lenguaje podemos definir la dureza de semejante circunstancia. Tenemos viudos o viudas, huérfanos de ambos sexos, pero no existe una palabra que describa algo que es tan contrario a la naturaleza y la ley de vida: la pérdida de un hijo.

En un principio, nos parece fácil juzgar la decisión de los padres de retirar las medidas artificiales que la mantienen con vida. Algunos no comprenden la decisión, incluso la catalogan como una crueldad, y hasta argumentan que va contra los designios divinos. Me imagino que se lo pensarían antes de emitir opiniones gratuitas, si en vez de imaginar una niña llena de vida, alegre y sonriente, pudieran ver la realidad: el pequeño cuerpo sobre la cama, donde el único movimiento apenas perceptible es el del pecho elevándose para tomar una pequeña bocanada de aire, donde la atrofiada musculatura le impide mover cualquier extremidad. Un cuerpo que necesita que alguien le vaya cambiando la postura para evitar que la piel acabe rompiéndose por la quietud, donde el rostro demacrado, pálido, pierde toda expresión que se pueda asociar a un niño, y  que en ocasiones, tan sólo puede esbozar un pequeño gesto que muestra incomodidad. 

Acompañar en los momentos finales de la vida a varios centenares de personas da cierta visión de la cosas, se aprende, también, que la gente no muere como en las películas. He visto morir desde hijos de la gran puta a santos, o las dos cosas. Créanme, la muerte es digna para todo el mundo. Lo que debería preocuparnos es tener una vida digna y, concretamente, un final digno. Porque a veces, a pesar de todo el arsenal terapéutico existente, el sufrimiento no se puede controlar, y hay que recurrir a la sedación paliativa, tal y como recomendó el Comité de  Ética que estudió el caso de Andrea. Así que no venga ahora algún meapilas u otro imbécil de alguna asociación en defensa de no sé qué vida acusando de querer administrar la eutanasia a la pequeña. 

Así, cuando leo el comunicado en el que los padres anunciaron la muerte de Andrea: "se ha ido en paz y con tranquilidad, sin sufrir, como todos deseábamos y como ella misma hubiese querido”, una gran serenidad me llena el corazón.


Sit tibi terra levis.

2 comentarios:

  1. Genial tu artículo. Para que sirviera de reflexión en seminarios y asignaturas de Bioética. Orgulloso de tu amistad

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    1. Gracias Manuel. Tus palabras me llevan a las nubes. El orgullo, por supuesto, es mío.

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