Esta semana, permítanme, que pida cuartel para la sesera. Un respiro para quien suscribe y sobre todo para los que tienen la paciencia de leer esta columna. Así que espero que comprendan que aplique el famoso dicho: una de cal y otra de vizcaína. Supongo que el cuerpo se beneficiará de respirar un poco de aire puro entre tanta putrefacción. Lo sé, hubiera sido muy fácil dedicar este espacio a los recién nombrados como alcaldables por parte del Pepesoe en nuestro pueblo, pero bastante tienen ellos con presentarse y sobre todo, bastante tienen los que todavía les creen.
Les voy a confesar que una vez fui niño. En esa época, nuestros padres nos enviaban al colegio para intentar que en el futuro fuéramos criaturas de provecho. Tenían la posibilidad de mandarte a un colegio público, a uno de curas, o a uno de monjas. En los dos últimos casos dependía de si eras macho o hembra. Es decir, los niños con los niños y las niñas con las niñas, ¡qué diablos era eso de mezclar tanta hormona distinta! Pues en esa niñez, yo acudía a un colegio de curas y (dejando de lado el natural problema hormonal), supongo que por influencia del Catecismo, cuadros, frescos de las iglesias y otras subjetivas formas de ver paraísos del más allá, siempre me había imaginado a los ángeles de color blanco.
Sin embargo, este verano tuve la suerte de presenciar la aparición de un ángel negro. No, no piensen que he dejado de raíz la medicación, o que he estado de vacaciones en Amsterdam. Ocurrió sin esperarlo, supongo que suele ser así como se aparecen los ángeles, de forma imprevista. Aquel ángel presentaba ropa negra en su totalidad, zapatos de tacón, labios pintados de rojo intenso y una espectacular melena azabache. Hasta aquí sería lógico confundirla con alguna de las hermosas y arrebatadoras mujeres de nuestra tierra. Pero tras las primeras notas musicales emitidas por la guitarra de Juan Bermúdez, el mundo se detuvo. Su voz comenzó a fluir acariciando el ambiente, la piel se me erizaba con facilidad, y todo parecía desvanecerse a su alrededor. Jamás hubiera imaginado a un ángel negro con aquella voz. Una voz cautivadora, que hipnotizaba, bella, tremendamente bella, acompañada de una sonrisa lenta, de esas que desarman a cualquiera. Los boleros y la bossa nova me hicieron pensar que esas cosas son las que hacen que esta puñetera vida merezca la pena.
Espero tener más oportunidades de disfrutar la voz de Lourdes, aquel ángel negro, en perfecta armonía con la genial guitarra de Juan Bermúdez. Hay personas que regalan sueños, nubes, o paraísos imaginarios, ellos tienen la facilidad de despertar los sentimientos con una sola canción, remueven el corazón como el primer beso, ese que nunca más se repite y que se sigue buscando a pesar de saber que nunca más aparecerá. Y es aquí, en el cabo Trafalgar, mirando a este hermoso mar en calma con el recuerdo de aquella dulce voz, cuando tomo conciencia de que para la próxima columna de nuevo tendré que desenvainar. Echaré un leve vistazo a las noticias, comenzaré a afilar la cuchilla y el colmillo me goteará irremediablemente, pero hasta entonces, acepten que siga soñado con ángeles negros.
Sit tibi terra levis.
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