Fue hace unos días cuando, quizá por el azar o por la Divina Providencia, dediqué enormes esfuerzos para que mi solitaria neurona fijara toda la atención en la caja tonta. Aparecieron un par de alzacuellos que presentaban un libro: el Catecismo. Tengo por norma general, cuestión de higiene de la sesera, no prestar excesiva atención a determinados pensamientos, sobre todo irracionales, de los representantes de la multinacional de la Fe. En dicha presentación se vertieron comentarios relacionados con la sexualidad. Ya saben aquello de que la jodienda no tiene enmienda.
Con toda sinceridad, a estas alturas de la película me da igual que algunos se la cojan con papel de fumar en cuanto se nombra el noble arte del fornicio. Cada uno que disfrute su cuerpo como quiera, siempre con el consentimiento de la otra u otras personas, faltaría más. Me parece loable que los señores que forman la Conferencia Episcopal señalen unas directrices para que el rebaño no acabe descarriado. Lo que no me gusta es el tono y ese rancio argumento para dirigirse a los que no piensan como ellos. No tienen suficiente con condenarlos al fuego eterno, sino que además hay que fastidiarles el presente. Supongo que esta obsesión por controlar la parte terrenal tenga que ver con que, al descubrir que existe la vida antes de la muerte, lo mismo se deja de anhelar la de después, y claro está, eso requiere de tenerlo todo atado y muy bien atado.
¿Alguna vez han visto a una madre renunciar a un hijo por su condición sexual? Quizá toda esta obsesión de la Iglesia por condenar determinadas opciones sexuales podría mejorar con la visión clara y lúcida de la mujer. Por supuesto no con la sesgada y particular idea que de la mujer tienen en la actualidad: monja o incubadora. Me refiero a la Mujer con mayúsculas, con su opinión y sus decisiones. Si las mujeres pudieran ser obispas otro gallo cantaría. No habría Conferencia Episcopal que se atreviera a estigmatizar a alguna de sus ovejas. Por supuesto que un escenario donde todo el tema sexual se viera con más respeto redundaría incluso en los propios miembros eclesiásticos, que uno sabe que entre ellos también cuecen habas. Comprendan, uno lee y ve cosas.
No se trata de promover una sociedad epicúrea y relajada de todo tipo de moral. Más bien consiste en tratar con cierta naturalidad este asunto. Sería momento de que los pastores del rebaño juzguen a las ovejas por las almas y no por la forma de utilizar los genitales. Créanme, estos últimos parámetros son más acordes para el Sálvame de Luxe que para conseguir la eterna salvación. No sé, lo veo más justo y consecuente. Pero por desgracia, me temo que esta situación no va a ocurrir. Y tendremos que seguir oyendo a voceros desde los púlpitos humillando y tratando como a apestados a seres humanos bajo el yugo del mensaje: “el género no se elige”. Sin embargo, por si les sirve, les diré un pequeño truco que me suele funcionar bastante bien. Hay tres cosas que van bien para todo; Platón, el haloperidol y la RAE. Y esta última me dice que de los dos géneros que plantean los obispos nada de nada, que tenemos tres y todos necesarios: el masculino, el femenino y el neutro.
Sit tibi terra levis.
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