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21 de abril de 2014

PASIÓN

Se advertía todavía cierta claridad, los últimos y tenues rayos de sol comenzaban a dejar paso al ocaso. La luna ocupaba su privilegiada posición exhibiéndose prácticamente en su totalidad. El cielo mostraba unos tonos anaranjados que resbalaban irremediablemente por el horizonte y que arrastraban tras de sí un azul cada vez más oscuro, incluso llegando al negro. En la taberna, el jolgorio se hizo evidente y muy ruidoso. La numerosa clientela que minutos atrás se afanó por consumir las diferentes propuestas culinarias de aquel rincón, ahora se aplicaba en la degustación de los distintos combinados alcohólicos. La gente se puso sus mejores galas para la ocasión, al fin y al cabo, el Jueves Santo sólo acontece una vez al año –y siempre en jueves, casualidad-. Lo que otrora era recogimiento, en nuestros días aparece como fiesta y diversión.

Al fondo del local una pareja de enamorados hablaba animadamente, se dedicaban caricias cada cierto tiempo. Más cerca, otro enamorado discutía discretamente, sin aspaviento pero con gesto serio, mientras, la supuesta desenamorada parecía dedicar toda su atención al facebook en su móvil.  Un grupo numeroso continuaba con la jocunda jornada tan solo interrumpida por el cambio de presbiterio para acudir a los Santos Oficios. Muy a lo lejos, se intuía un cierto ruido, los tambores comenzaban a ejercer su anunciación, de forma apenas perceptible al principio pero haciéndose notar cada vez más. Pasado un tiempo, no escaso, el sonido se hizo presente, incluso provocaba un cierto retumbar en el estómago. Las cornetas integraron sus aires musicales, posiblemente interpretaban Expiración, pero no era seguro.

Se acercaba el momento de la verdad. La cruz de guía se colocó a la altura del bar. Un joven, el liviano, salió presto a tomar posición en aquel improvisado Gólgota y al que siguieron, como no puede ser de otra forma, el resto de la reunión. Otros quedaron en el interior apurando sus bebidas, los más temerarios incluso se atrevieron a pedir alguna más.De repente, se desataron las hostilidades, los ciriales daban a entender que el crucificado pasaba frente al local. Un empleado, en un estudiado movimiento envolvente, consiguió apagar las luces del establecimiento dejando a los enamorados del fondo en una más que interesante penumbra. El silencio se hizo fuerte y recorrió a todos los presentes,  una ligera brisa acariciaba todo el escenario proporcionando gran empaque y solemnidad a la situación.

Toda esta circunspección cayó como un castillo de naipes, inesperada y traicioneramente. En el interior de la taberna un desagradable sonido rompió la armonía del momento, el estridente ruido que emitía el molinillo del café pareció propagarse más allá  de nuestros propios reinos. Situación que gravose cuando el camarero se dispuso a calentar la leche, y un nuevo elemento potenciaba la desagradable situación. Un desastre, una catástrofe, un infausto suceso que no debe pasar desapercibido.

Desde esta humilde columna quiero invitar a la reflexión, ¿no dispone la humanidad de tecnología suficiente para que los molinillos de café en los bares sean más silenciosos? Ahí dejo la pregunta para meditarla con pasión.


Sit tibi terra levis.

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