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30 de marzo de 2014

EL OCASO

Es increíble el poder que tiene la música, es capaz de acentuar cualquier sentimiento; lo mismo nos provoca una exaltación de la alegría que nos mete la mayor tristeza en el corazón. Pues en esas estaba, tumbado y dando buena cuenta del sofá, con los ojos más cerrados que abiertos. Mientras en la televisión, sonaba una marcha fúnebre en honor a Adolfo Suárez. La música interpretada en las exequias proporcionaba gran solemnidad al acto.  Para que no faltara un detalle, diversos tertulianos comentaban minuciosamente todo el acontecimiento. Por supuesto, todos coincidían en los aspectos magnánimos del histórico personaje –suele ocurrir, los muertos siempre son buenos-.
No seré yo quien haga aquí una defensa numantina del ex presidente o me declare el máximo exponente de los detractores de la figura de Adolfo Suárez. Políticamente tengo mi opinión y personalmente no tuve el gusto de conocerlo. Así que a otra cosa mariposa. Lo que me llama la atención son las horas de tertulias en los distintos medios de comunicación dedicadas a resaltarle como figura destacada de nuestra democracia. 

El asunto me lleva a pensar en las vidas paralelas que han tenido el personaje y su obra. Me explico. Si creemos en la buena intención del fallecido presidente, sus deseos tendrían que ver con la construcción de la mejor democracia posible para los ciudadanos de este país. Sin embargo, parece que el destino tenía preparado uno de sus habituales caprichos. Esta democracia cayó enferma de igual forma; olvidando. 

Esa democracia estaba llena de esperanza en sus comienzos, pero poco a poco hemos asistido al olvido de sus raíces. Nuestra democracia ha olvidado su nombre, ahora es una cleptocracia. Los políticos tradicionales actuales han olvidado que deben de servir al pueblo, prefieren servirse de él. Han olvidado sus obligaciones para defender a los ciudadanos, optan por defender a los mercados y sus mercaderes. Han olvidado escuchar los problemas de los ciudadanos, ahora utilizan golpes para acallarlos. Han olvidado buscar el bienestar de la mayoría, mejor sacrificarlos para enaltecimiento de una minoría. Y todo un largo etcétera de olvidos que hacen que los ciudadanos decentes de este estercolero tengan una cierta tendencia al vómito cuando algún político tradicional habla.

A pesar de todo este despropósito, dicen que la naturaleza es sabia. Hay quien dice que Adolfo Suárez era demócrata, de los convencidos. Entonces su penosa enfermedad le eximió de asistir al bochornoso espectáculo al que nos someten estos golfos que dicen representarnos. El hecho que no fuese consciente de su final tubo su lado positivo al no percibir el ocaso de esta democracia -suponiendo que alguna vez lo fue-. Sólo nos queda pensar que esta agonía no dure mucho, quizá incluso hubiera que pedir la eutanasia democrática -una buena ración de gas mostaza desde Finisterre hasta Trafalgar-, aunque mucho me temo que Gallardón no lo admitiría, como gran hipócrita que es cuando se vanagloria de ser defensor de la vida.


Sit tibi terra levis.

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