Hace
unos días, asistimos con enorme consternación a la tragedia
sucedida en nuestra vecina localidad de la Puebla de Cazalla, donde
un menor perdía la vida en un incendio. El desafortunado hecho nos
deja sobrecogidos y con un nudo en la garganta. Estas situaciones, en
las que la vida golpea nuestras conciencias con enorme crueldad, nos
plantean sin contemplaciones nuestra fragilidad e impotencia.
La
tragedia por sí misma te deja el cuerpo hecho un guiñapo. A esta
circunstancia le sumamos, como toda tragedia que se precie, la
presencia de los efectos colaterales. Es decir, a parte de los
relacionados directamente por semejante injusticia y a los cuales
sólo se les puede acompañar desde el silencio, existen otros
afectados. Estos afectados, generalmente anónimos y olvidados,
suelen sufrir el acontecimiento desde un apartado rincón de la vida.
Permítanme
que les cuente la existencia de un selecto club. A este club, no se
puede acceder voluntariamente, ni mediante una generosa donación, ni
siquiera existe un periodo de admisión de solicitudes. A este club
se accede sin pedirlo, sin querer formar parte de él. Es el llamado
“Club de la Miradas Perdidas”. Una vez admitido, ya nunca podrás
dejarlo, jamás podrás pedir la baja voluntaria. Pertenecer a este
club, no es ni mejor ni peor, simplemente te toca y se acabó. Este
club suele estar abarrotado de esas personas que sufren los efectos
colaterales de las tragedias, de observadores del sufrimiento y de
testigos directos de la crueldad humana -y en caso de confirmarse la
existencia, también de la divina-.
El
otro día, fui testigo de la incorporación de alguien a ese club. En
esa tragedia que les nombraba al principio, supongo que intervinieron
numerosas personas. Pero, por circunstancias que no desvelaré,
estuve viendo a dos agentes de la guardia civil que prestaron
servicio aquel fatídico día. Ambos, se acababan de jugar el tipo en
el terrible incendio. Sus ropas presentaban un intenso olor a
quemado, intenso hasta provocar dolor de cabeza. La sala en la que se
encontraban quedó rápidamente impregnada del fuerte olor. Ambos se
recuperaban del humo inhalado, aparentaban tranquilidad. Uno de
ellos, atrajo mi atención, estaba sentado, intentaba captar el
oxígeno con cierta ansia y sus ojos, esos ojos delatores, mostraban
la mirada perdida de los que han visto el sufrimiento con mayúsculas.
Ojos vidriosos que enseñaban lo dura que podía ser la vida con los
inocentes. Aquella mirada pérdida mostraba que no sólo estaba
impregnado de humo, estaba impregnado de la demoledora impotencia que
penetra el cuerpo cuando no se puede hacer algo más por alguien.
Mirada perdida de quien sabe que las siguientes noches vivirá de
nuevo la tragedia y al despertar, una vez más, alguna lágrima
cubrirá de nuevo su mirada perdida.
Por
tanto, estimado compañero de club, no te martirices en tu
pensamiento, déjalo fluir. Pasará el tiempo, el tiempo que facilita
la cicatrización de las heridas. Y algún día alguien te hablará,
pero no le oirás, continuarás con la mirada perdida porque un
recuerdo te cubrirá tu pensamiento y pasado unos segundos regresarás
al mundo de los vivos para darte una nueva oportunidad de seguir
adelante. Por tanto, compañero, bienvenido al club de las miradas
perdidas, ojalá nunca hubieras cruzado el umbral de sus puertas.
Sit tibi terra levis.
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