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24 de julio de 2018

EL ABUELO


        Damián Giraberte siempre pensó que la vida no era justa. Reconocía que pertenecer al bando de los afortunados era motivo más que suficiente para estar feliz. No lo decía porque dispusiera de cierto bienestar económico o porque disfrutara de un considerable reconocimiento social gracias a su bufete de abogados, circunstancias estas que siempre consideró como provisionales, ya saben, un día estás arriba en los cielos y al siguiente estás abajo en las ciénagas. Se consideraba un agraciado porque pasó toda su infancia y gran parte de su juventud junto a su abuelo. Por ello siempre comentaba a amigos y conocidos “no sabes lo que te pierdes” cuando sabía que alguno no tuvo la misma suerte que él.
El abuelo de Damián le habló de la guerra que vio cuando era niño, le enseñó a manejar la navaja para fabricar figuras de madera, lo llevaba a una fuente que había a las afueras del pueblo para tomar el agua más fresca y pura de toda la comarca. Cuando lo sentaba junto a él y lo ponía a leer, le repetía una y otra vez: “Damián, si sabes leer nadie te podrá engañar”. Pero lo que más le gustaba a Damián era que al final de cada encuentro, su abuelo le decía que quizá el próximo día tocaría la “chiricorna” para él y que si le gustaba le enseñaría a utilizarla, tras lo cual emitía una sonora carcajada. Tardó bastante tiempo en descubrir que dicho instrumento musical no existía, pero disfrutaba tanto viendo a su abuelo emplazándolo a un futuro inmediato para disfrutar del particular concierto, que nunca le reconoció que sabía de la inexistencia de la “chiricorna”. 
Fue un día de verano, ambos estaban sentados en la orilla poniendo los pies en remojo en uno de los pocos riachuelos de la zona que quedaba con agua. Damián le preguntó a su abuelo si había algo que le hubiera gustado hacer en la vida y que no hizo. Le contestó que desde que vio en la televisión a Neil Armstrong pisando la luna, le hubiera gustado ir al espacio. El nieto vio su oportunidad y dijo: “abuelo, si tú me enseñas a tocar la chiricorna, yo te llevo al espacio” y ambos rieron un buen rato sin parar.
Aquel 20 de julio, Damián estaba especialmente nervioso. La familia le había encomendado qué hacer con las cenizas del abuelo. Unos preferían que las depositaran en las raíces de un árbol, otros preferían esparcirlas en el campo, pero la última palabra la tendría Damián. Colocó con cuidado en el maletero del coche todos los materiales necesarios y puso la urna con las cenizas bien protegidas. Una vez llegado al riachuelo por donde solían pasear, se dedicó a depositar una pequeña cantidad de las cenizas del abuelo en el interior de los globos, les puso la cantidad de helio necesaria y los ató todos juntos. Respiró profundamente y los soltó para ver cómo se perdían en el cielo. Desde entonces  cuando a veces escucha alguna música que no reconoce piensa quizá sea el abuelo tocando la chiricorna. 
Sit tibi terra levis.
P.D: ¡Me voy de vacaciones!

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